Se aproximan cambios en la muleta socialdemócrata del poder burgués.

Tal como se planteaba la actualidad política a mediados de septiembre, parecía que las elecciones del 25S en Galicia y en la Comunidad Autónoma Vasca (CAV) podían arrojar un poco de luz sobre la difícil situación política general e, incluso, dar pistas sobre posibles acuerdos de gobierno a nivel estatal.

Más allá del hecho de que los resultados finales de tales elecciones dejaron los escenarios políticos gallego y vasco en muy similares condiciones respecto a la legislatura anterior, con la consolidación del PP de Fejióo y del PNV de Urkullu, quizás el elemento de mayor interés fuera la constatación de que el PSOE (PsdeG y PSE, respectivamente) volvía a perder escaños y votos, en una nueva sangría que le convierte en tercera fuerza en Galicia y en cuarta fuerza en la CAV, ambos lugares donde ha gobernado en años recientes.

Pero la semana posterior al 25S ha sido de las que marcan la Historia política de un país. Y no precisamente por los posibles pactos con el PNV para la obtención de un hipotético y difícil apoyo a Pedro Sánchez si intentaba la investidura, sino porque escasos días después del mal resultado electoral, una dimisión en bloque en el seno de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE ha abierto la mayor crisis que se recuerda en esa organización.

Tras meses de abierta confrontación con importantes dirigentes de su partido y estando encima de la mesa un cuestionamiento muy nítido de su idea de intentar formar gobierno con PODEMOS y/o Ciudadanos y pedir la abstención a fuerzas nacionalistas vascas y catalanas, Sánchez se destapó el 26S con una apuesta arriesgada: abrir un proceso congresual en dos fases – elección del SG por primarias en octubre y posterior elección del Comité Federal en diciembre.

Esta propuesta, encaminada a deslegitimar a quienes le criticaban internamente mediante un apoyo plebiscitario a su condición de Secretario General y, por tanto, a su apuesta por intentar formar gobierno, fue la gota que colmó el vaso de sus enemigos internos, más favorables a la tesis de que el PSOE debería abstenerse para dejar gobernar al PP.

En la mañana del 28 de septiembre, Felipe González – que nunca se había ido del todo - marcaba el inicio de las hostilidades en una durísima entrevista en la que acusaba a Sánchez de engañarle sobre qué hacer en la investidura de Rajoy, y pocas horas después 17 miembros de la Ejecutiva socialista presentaban la dimisión, abriendo un escenario tremendamente incierto en el que ya no se sabe si el Secretario General sigue siendo Secretario General o si hay que nombrar una gestora, o si va a haber Congreso o qué.

Pero el verdadero problema para el PSOE es que en su crisis interna no sólo opera el rechazo o no a la posible conformación de gobierno con PODEMOS o al apoyo de fuerzas independentistas, o la consideración de lo mejor o lo peor que pueda estar haciéndolo Sánchez y lo bien o mal que lo podrían hacer otros, sino también, y sobre todo, que está en juego la propia razón de ser del PSOE como pilar fundamental de la estabilidad del sistema parlamentario burgués español.

Estamos asistiendo al que puede ser el último acto de un drama que se viene gestando desde hace tiempo: el recambio en la representación política del campo socialdemócrata. Para esto es necesario que PODEMOS supere al PSOE electoralmente, lo que sin duda está más cerca que nunca tras el espectáculo de estos días. Una Segunda Transición, con nuevos actores pero con las mismas intencionalidades políticas – cambiarlo todo para que nada cambie en el fondo – que se va materializando poco a poco y por etapas. Ya veremos cuándo le llega el turno al PP.

La Primera Transición se comenzó a cerrar en el plano superestructural cuando la UCD de Suárez implosionó. Las batallas internas, las dudas sobre su propio papel y la ascensión de nuevos actores políticos la convirtieron en una fuerza irrelevante. Ahora que la nueva socialdemocracia se va consolidando, ¿qué va a pasar con la vieja? ¿Será el PSOE la UCD del siglo XXI?

Ástor García

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