Basta observar la indiferencia, cuando no la hostilidad, que en general se manifiesta respecto al drama migrante para preguntarnos sobre la rapidez con la que hemos olvidado que fuimos y somos un país de emigrantes. Que fuimos y estamos explotados vilmente por el capital. Conviene recordarlo. Aunque sólo sea para refrescar memorias y despabilar conciencias abusivamente adormecidas.

Sin pretender ser exhaustivos en la materia ni adentrarnos demasiado en el túnel del tiempo para buscar antiguos precedentes, podríamos considerar, grosso modo, que fue unas décadas anteriores al golpe de Estado fascista, en 1936, cuando se produjo una emigración masiva de trabajadores/as españoles/as a Argentina y a otros países de América Latina, por aquel entonces El Dorado de los parias de la Tierra española. Allí, a aquel continente desconocido y lejano, emigraron en largas y peligrosas travesías a través del Atlántico (alta mortalidad durante el trayecto marítimo) millones de vascos/as, canarios/as y gallegos/as en pos de una vida mejor.

Más tarde, es decir después de la derrota de la II República y la implantación de la dictadura franquista, se inició, allá por los años 1950, una enorme migración interna de obreros/as del campo de regiones latifundistas (Andalucía y Extremadura especialmente, donde se morían de hambre) a zonas en desarrollo industrial como Cataluña y País Vasco, provocando situaciones familiares y personales desgarradoras y una despoblación alarmante del mundo rural. Y cuando los capitalistas de esas regiones industrializadas no tuvieron más necesidad de mano de obra barata que explotar, a muchos currantes hispanos, hombres y mujeres con ansias de construirse un futuro, no les quedó otra opción que emigrar de nuevo o sufrir en sus carnes los estragos del paro crónico que le ofrecía la autarquía franquista. Y por supuesto emigraron. Esta vez a Europa (1.066.440 entre 1959 y 1973, según el Instituto Español de Emigración), principalmente a Suiza, pero también a Alemania, Francia y Holanda en plena reconstrucción tras la devastación producida por la II Guerra Mundial. Una emigración que tuvo que soportar en muchos casos, además de la voraz explotación capitalista y el desconocimiento de lenguas y costumbres, el insulto racista, y en todos, el olvido del gobierno fascista y de los llamados democráticos que le siguieron (más de 2 millones de emigrantes, instalados básicamente en América y Europa, no retornarán jamás). Hoy, son jóvenes (475000 entre 2008 y 2015, según el INE), en su mayoría diplomados, quienes lían sus bártulos y emigran en condiciones de explotación leoninas de una España líder del paro juvenil europeo (más del 40% de jóvenes sin empleo).

Cambiar el mundo de base

¿Y con este sobrecogedor panorama migratorio que nos ha tocado y nos toca sufrir, todavía somos capaces de taparnos los ojos o de mirar a otro lado cuando decenas de miles de personas procedentes de países expoliados por el imperialismo, y que sólo buscan poder vivir, mueren ahogados en el mar o son encarcelados en condiciones infrahumanas como, por ejemplo, en la prisión de Archidona? Sin duda, algo podrido corroe lentamente las entrañas de la engañosa “sociedad del bienestar”: la gangrena de la indolencia, de la apatía, del individualismo que impone el modo de producir capitalista en el que el “cada uno para sí” y el “sálvese quien pueda” son sus señas de identidad. Por eso se hace más que imprescindible acabar con ese sistema político y económico que basa su existencia en la explotación del hombre por el hombre y en el saqueo permanente. Y no se trata de un tópico trasnochado o anacrónico, es la lucha que llevamos los/as comunistas para que el mundo cambie de base y los nada de hoy lo sean todo mañana.

José L. Quirante

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