En Los pasos perdidos, Alejo Carpentier narra el periplo de un musicólogo por la Venezuela de los años 50. Allí, tratando de huir del mundo en el que vive, se ve embarcado en la construcción de un pueblo en mitad de la selva. Aunque participa en la construcción de una utopía, comprueba que ha participado en la construcción, a distinta escala, de la misma sociedad: iglesia, ayuntamiento y el resto de aparatos institucionales.

Pero lo narrado en esta novela ya ha sido puesto en práctica por algunos utópicos. En su caso más extremo está David Thoreau, uno de los conceptualizadores de la desobediencia civil, que se fue a vivir solo al lago Walden.

Pues lo mismo que a los personajes de Carpentier les pasa a estas posturas del ámbito ecologista. Tratando de eliminar los problemas que el capitalismo les plantea, crean su utopía, reproduciendo el mismo capitalismo pero con un rostro verde y de “igualdad” entre los humanos y animales.

A mi entender, si veganos, vegetarianos y otros movimientos alternativos de alimentación al igual que los que creen en un dios (cristianos, musulmanes, etc.) se quedan en un plano moral, no debe haber problema. El inconveniente es cuando esta moral y sus prácticas se convierten en un obstáculo para la revolución socialista.

Debemos entender que las posiciones y estilos de vida como el ecofeminismo y el veganismo (con todas sus variantes) son respuestas a que algo no va bien en esta sociedad. Ellos, básicamente, entienden que la producción de alimentos es errónea y ante esa respuesta reaccionan, primordialmente, desde la posición de consumidores. Para ellos las condiciones en las que se producen las carnes, huevos y otras fuentes de proteína son injustas para los animales: hacinamiento, hormonados, enjaulados, etc.

El fetichismo de la mercancía les impide ver más allá, en ningún momento se cuestionan las condiciones de sus congéneres a la hora de producir los alimentos. No importa que haya trabajadores en condiciones cercanas a la esclavitud, que para comer verduras todo el año se deban importar de países lejanos, o la condena de poblaciones a malvivir como puede ser el caso de los bolivianos productores de quinoa.

Ante esta situación “injusta” para los animales se arman con todo un cuerpo teórico. Así explican el porqué esta sociedad produce alimentos de una manera errónea y cómo atajarlo. Uno de los aspectos más graves es que quieren eliminar la diferencia entre animales y humanos. Para ello se sacan conceptos como orden “patriarcal especista” o animales no humanos y animales humanos. Aunque siguen manteniendo la dicotomía porque de alguna manera tendrán que diferenciar cuando hablan de los animales o cuando se refieren a los humanos.

El intento de eliminar esa diferencia entre animales y humanos llega a esferas intelectuales (marxistas y no marxistas), autoras en España como Alicia Puleo o Concha López Llamas son ejemplo de ello. En los EE UU dentro del academicismo marxista, se están teniendo debates de si los animales pertenecen o no a la clase obrera o, como Jason Moore, que plantea que la naturaleza, como el hombre, trabaja. Estos ejemplos son, por un lado, un desconocimiento total del marxismo y en el caso de Jason Moore un ataque velado al concepto de valor de uso.

He aquí la reflexión, a estos colectivos el discurso comunista no les da respuestas para entender los motivos por los que ellos están disconformes con esta sociedad y actuar en consecuencia. Por consiguiente, los movimientos alternativos alimentarios y las posturas eco pueden ser aliados pero a veces sus planteamientos teóricos pueden llegar a ser un serio obstáculo. Por lo que debemos explicar cómo el marxismo vincula la producción de alimentos con el actual modo de producción.

Manuel Varo López

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