Desde que se declaró la pandemia por coronavirus hemos entrado en un momento de incertidumbre sobre las consecuencias que tendrá para la economía, y sobre todo para la clase trabajadora, este periodo de paralización de la actividad.

En cualquier caso, la última crisis del capitalismo se solucionó gracias a un aumento de la explotación de la clase trabajadora, a un deterioro de sus condiciones de vida y mayores niveles de paro.

Nada hace pensar que el nuevo escenario de contracción de la economía se gestione por la oligarquía de forma distinta al anterior. Nos adentramos en un “déjà vu” exagerado, salvo que como clase revolucionaria,  nos pongamos al frente de nuestro destino.

Y es que existe una tendencia, al menos desde los años 80, a que las rentas del trabajo pierdan peso de forma paulatina en su relación con la riqueza mundial. Expresado de otra forma, se produce un constante trasvase en la redistribución de riqueza a favor de las rentas del capital.

En esta tendencia generalizada, España es uno de los lugares en que el fenómeno se da con más intensidad. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT) las rentas del trabajo en el Estado Español, han pasado de suponer el 66,6 % en el 2009 al 61,2 % en 2017 del PIB. Nada indica un cambio de tesitura en el futuro, sino todo lo contrario.

Para entender lo que estos datos representan sobre nuestros bolsillos, baste mencionar que  significan una pérdida de 3.200 € anuales para cada trabajador o trabajadora y explica que el 10 % más rico de la población acumule el 24 % de la riqueza, mientras que el 10 % más pobre solo tenga el 1,9 %”. (Informe de CCOO “El sistema de protección social en España 2018”)

Este proceso solo es entendible desde la concepción marxista de la economía que explica los fenómenos de la concentración  y centralización del capital. Por ejemplo, en el último periodo de recesión económica (2008-2014), se pasó de 45 entidades financieras a 12 en España.

La competencia monopolística se ha convertido en unos auténticos “Juegos del hambre” que se dan en todos los sectores de la economía.

Para la clase trabajadora esto se refleja en mayor nivel de paro, menores sueldos y más precariedad en las condiciones laborales.

Esta tendencia del capitalismo mundial, incide en España con más virulencia que en los países de su entorno, porque la estructura productiva aquí se caracteriza por el gran número de pequeñas empresas (las PYMES aportan el 65 % del PIB y el 75 % de los puestos de trabajo)  y por el predominio del sector servicios, la construcción y los servicios financieros.

Con la entrada de España en la organización criminal OTAN y sobre todo, en el proyecto del imperialismo europeo, conocido en su momento como Comunidad Económica Europea (CCE), comienza a darse un proceso de desindustrialización que acabó con más de 800.000 puestos de trabajo en el sector industrial.

Paralelamente y como guinda del pastel, se produjo en 1984, impulsada por el PSOE, la reforma laboral que fomentó la precariedad y la temporalidad del empleo, sobre todo en los sectores que serían predominantes desde ese momento para la economía española. Todo ello, explica la alta volatilidad de los puestos de trabajo en momentos recesivos. 

Las reformas laborales de 2010 del PSOE y 2012 del PP, supusieron el fin de facto de la negociación colectiva: abaratamiento del despido, posibilidad de descuelgue de los convenios sectoriales, prioridad de los convenios de empresa…  lo que fue posible gracias a décadas de un modelo sindical practicado por la dirigencia de las organizaciones mayoritarias, basado en el “diálogo social”.

De aquellos polvos vienen estos lodos.

En el año 2013, la tasa de paro se situó en el 26 %. Desde el año 2008, se sucedió un periodo de  destrucción de fuerzas productivas hasta el 2014, momento de remonte capitalista de la crisis, producto de la rebaja salarial y el deterioro de las condiciones de la vida obrera.

La recuperación del trabajo, que no de las condiciones de vida de nuestra clase, se fue produciendo escalonadamente desde 2014 hasta 2019. A partir de este momento, comienzan a sentirse indicios de problemas en la economía que apuntan al fin del corto ciclo expansivo que hemos vivido los últimos años.

En 2019, más de un millón de empleos seguían sin recuperarse de los que se perdieron entre 2008 a 2014.

En cualquier caso, la crisis sanitaria del Covid-19, supone un empujón acelerado a ese nuevo escenario económico que se abría ante nosotras y nosotros. El 14 de abril, el FMI  que no entiende de repúblicas, estimó que para este año, la tasa de paro alcanzará más del 20 % y la economía caerá el 8 %.

El coronavirus y sus consecuencias ha venido para poner al descubierto algunas verdades. Entre otras, que la Unión Europea ha supuesto para el Estado Español una merma en la capacidad de reacción ante la pandemia. La débil estructura industrial ha generado una dependencia absoluta de la producción extranjera de los productos sanitarios y de las posibilidades de su importación, en un mercado con una demanda creciente y por ende, una incapacidad para autoabastecernos de aquellos elementos de protección necesarios.

A esa falta de facto de soberanía nacional, se une la de soberanía popular. Vivimos bajo un sistema que pone de relieve que los intereses de unos pocos especuladores están por encima del interés de la mayoría social. En lugar de poner al servicio de la mayoría trabajadora los recursos, su escasez se convierte en oportunidad de negocio para unos pocos, y así, la sanidad privada se frota las manos ante la falta de capacidad de una sanidad pública deteriorada por los recortes y las privatizaciones.

En un momento en el que para nada está controlada la pandemia se nos envía de nuevo al tajo, demostrando, que solo nuestra fuerza laboral es la que produce valor y que el destino del capitalismo depende de nuestra capacidad productiva. Esta verdad que nos esclaviza ante el capitalismo, también es nuestra principal herramienta de lucha. Aprendamos a ponerla al servicio de nuestra clase.

Kike Parra

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