El pasado 27 de enero se cumplió el 76 aniversario de la liberación por el Ejército Rojo de Auschwitz, el mayor centro de exterminio del nazismo. Construido el 20 de mayo de 1940 y situado en Oświęcim, a unos 40 km al oeste de Cracovia (Polonia), el centro estaba compuesto del campo original: Auschwitz I, del campo de concentración y exterminio: Auschwitz II – Birkenau, del campo de trabajo para la IG Farben (conglomerado de compañías químicas, entre ellas Bayer, Agfa y BASF): Auschwitz III – Monowitz, y de 45 campos anexos más. A él fueron enviadas – según cifras del historiador polaco Piper Franciszek – más de un millón trescientas mil personas, de las cuales murieron en condiciones espantosas un millón cien mil, entre ellas mil doscientos republicanos españoles.

Tras casi cinco años de dolor y sufrimientos supervisados escrupulosamente por Heinrich Himmler, oficial de alto rango de las SS, la avanzadilla de la 332º división del Ejército Rojo irrumpió victoriosa a las tres de la tarde de aquel frío 27 de enero de 1945 hallando un espectáculo dantesco. Envueltos en un hedor insoportable encontraron montones de zapatos, algunas personas en condiciones infrahumanas vagando sin rumbo, cadáveres en el suelo y niños aterrorizados en barracones gritando “no somos judíos”. En ese momento quedaban 2.819 prisioneros en Auschwitz. “Al principio había cautela, pero luego se dieron cuenta de quiénes éramos y empezaron a darnos la bienvenida”, comentó entonces Iván Martynushkin, uno de los soldados soviéticos.

Victorioso hasta Berlín

Poco se ha hablado en el mundo capitalista del papel jugado por la Unión Soviética en el desarrollo y desenlace del mayor conflicto bélico (unos 80 millones de muertos) de la historia de la humanidad, y quizá ya va siendo hora de hacerlo. Pero ¿qué fue el Ejército Rojo y cuál fue su aporte para lograr la derrota del nazismo? El Ejército Rojo de Obreros y Campesinos, creado por el Consejo de Comisarios del Pueblo en 1918, fue la denominación que se le dio al ejército de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia y, después de 1922, al de la Unión Soviética. A él se debe la victoria sobre el Ejército Blanco y sus aliados occidentales, entre ellos Estados Unidos, Francia e Inglaterra, en la guerra civil rusa (1917-1923); así como la derrota del imperio nipón en Manchuria, en 1939. Tras la “Operación Barbarroja”, emprendida por las tropas hitlerianas para invadir la Unión Soviética el 22 de junio de 1941, y después de que éstas llegaran a las puertas de Moscú, el Ejército Rojo inició el contraataque y participó, unido al heroico pueblo ruso, en las más sangrientas batallas de la guerra: como la de Stalingrado (1942-1943) que supuso, con más de 2 millones de víctimas entre civiles y militares, el punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial, ya que detuvo la ofensiva nazi en suelo soviético y debilitó de manera decisiva (740.000 pérdidas) las fuerzas del Eje (Alemania, Italia y Japón). A partir de ese momento el Ejército Rojo infligió derrota tras derrota a los nazis, llegando victorioso hasta Berlín en mayo de 1945, tras lo cual Hitler se suicidó y Alemania se rindió incondicionalmente. Una derrota que tuvo como contrapartida 27 millones de soviéticos/as muertos/as. Sin embargo, el mundo capitalista sigue contando la Historia como si de una producción hollywoodiense se tratara. Con sus héroes a lo John Wayne y sus cruzadas por la democracia y la libertad. Quizá un día Occidente reconozca para siempre la trascendencia que tuvo para su propia supervivencia el valeroso combate de la URSS y del Ejército Rojo contra el enemigo más abominable de nuestra historia contemporánea. Millones de víctimas inocentes así lo esperan. También las exterminadas en Auschwitz.

José L. Quirante

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