Quien piense que la decadencia que mina la sociedad capitalista en general, y la norteamericana en particular, es una invención de los comunistas se va a quedar pasmado cuando vea “El lobo de Wall Street”, la última película del maestro Martin Scorsese (Nueva York, 1942). Un lobo feroz, nacido, amamantado y educado en las mismísimas entrañas del monstruo capitalista con el fin exclusivo de devorar pasta a mansalva. El director de “Taxi Driver” (1976) e “Infiltrados” (2006), que llevaba algunos años detrás del proyecto, adapta en esta ocasión el libro autobiográfico de Jordan Belfort, un corredor de bolsa que en 1990, con 28 años de edad, fundó una financiera desde la que estafó a miles de inversores. Y de esa realidad individual a la de la actual crisis capitalista sólo mediaba un paso. El mismo que franquea Scorsese en su película, entendido como una prolongación del mundo que observaba durante su infancia asmática desde la ventana del apartamento de sus padres situado en el hormiguero urbano de Manhattan, y que el cineasta neoyorquino plasmó magníficamente en “Malas calles” (1973). Dicho de otra manera, los pequeños gamberros recién salidos de la adolescencia que deambulaban por aquellas rúas peligrosas de Little Italy se transubstancian en despiadados y corruptos lobos bajo el tótem del dios dólar. El cierre del círculo: la realización del “sueño americano”, y con él la demostración empírica de la mierda en la que nos hallamos. Y que nadie busque en esa ensoñación dignidad, honradez o solidaridad, sólo hallará drogas, putas, violencia y dinero hurtado sin miramiento ninguno. Un ambiente caótico y desconcertante en el que, desde el punto de vista cinematográfico, Scorsese exulta como en los viejos tiempos de “Uno de los nuestros” (1990) o “Casino” (1995); consiguiendo interpretaciones, aunque histriónicas, impactantes, en  especial la de Leonardo Di Caprio, con quien el cineasta colabora por quinta vez, e imprimiendo a la narración, y a los diálogos escritos por Terence Winter (“Los Soprano”), un ritmo vigoroso y trepidante no  apto para cardiacos. En definitiva, un retrato no complaciente de la sociedad norteamericana actual, y por ende de otras sociedades que envidian ese modelo, que hace reflexionar, al tiempo que estremece, sobre lo que el Tío Sam propone a su anonadada juventud, pues como bien precisa Scorsese en una de las entrevistas de promoción del filme: “La codicia de Belfort o los 21 millones de euros que era capaz de amasar en tan sólo tres horas en sus mejores jornadas, son el tipo de cosas que no sólo están bien vistas por la sociedad en la que vivimos, sino que muchas veces se nos marcan como objetivos a conseguir”.

Rosebud

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