A Trump le aprietan los zapatos, y cuán difícil es caminar en una situación como esa.

En Bristol, Reino Unido, la estatua del traficante de esclavos Edward Colston fue derribada y arrojada al río Avon.  Foto: tomada de Deutsche Welle

Las protestas por el asesinato de George Floyd en EE.UU. y otros países han hecho visible un conflicto que tiende a pasar inadvertido: la guerra simbólica. Los manifestantes identificaron a enemigos de bronce o mármol, quietos, mansos en apariencia, y los han atacado con furia. 

En octubre de 2011 Boi Ruiz i Garcia, entonces Conseller de Salut de la Generalitat de Catalunya, declaró: “no hay un derecho a la salud, porque ésta depende del código genético que tenga la persona, de sus antecedentes familiares y de sus hábitos, que es lo que sería el ecosistema de la persona”, en definitiva que “la salud depende de uno mismo, no del Estado”. Afirmaciones que no sólo carecen del más mínimo rigor científico sino que son frontalmente contrarias a las innumerables investigaciones e informes que sustentan el cuerpo teórico y metodológico de la Medicina Social, el Higienismo o la Salud Pública.

Cerramos la edición de junio con la tercera y última separata, desarrollando los siguientes temas.

 

Al igual que en otros órdenes de la organización social y económica, la política sanitaria se enfrenta a una permanente encrucijada entre dos concepciones fundamentales opuestas entre sí. Según una de ellas, sólo la empresarialización garantiza la tan cacareada “sostenibilidad” de los sistemas de salud. Sin embargo, frente a la manipulada idea de que la gestión privada aumenta la eficiencia económica del sistema sanitario (menores costes a igualdad de servicios prestados), la evidencia científica internacional demuestra que tales hospitales con ánimo de lucro resultan entre un 3% y un 11% más caros que los centros de gestión pública directa. La “sostenibilidad” y colaboración al final resulta que está en que lo público es nuestro dinero, y lo privado sus beneficios. Con el problema añadido de que cada uno de estos centros, adjudicado por décadas a fondos de capital riesgo, constructoras o bancos, va a tener un coste para las arcas públicas de hasta 7 veces el valor de la inversión.

Tras las protestas y los cambios cosméticos que pueda asimilar el sistema, ¿qué hacer con la lógica económica que lo conduce a seguir produciendo, sin parar un segundo, desigualdad y excrecencias?

La muerte del afroamericano George Floyd a manos del oficial de policía blanco Derek Chauvin figura ya, con todo derecho, entre los acontecimientos sociales y políticos de mayor alcance en el par de décadas que lleva este siglo XXI. Supongo que muy pocas personas –o casi ninguna, tal vez– hayan podido imaginar una ola de protestas comenzando en Estados Unidos, extendiéndose luego como la clásica imagen de la chispa que incendia la gasolinera (tan repetida en el imaginario hollywoodense), cruzando por encima del océano y repitiéndose entonces en decenas de ciudades de América Latina y Europa.

Como en la célebre película francesa de 1993 Les visiteurs (Los visitantes ¡No nacieron ayer! fue titulada en nuestro país), las privatizaciones en la sanidad madrileña y española tampoco comenzaron ayer. Aunque resulta difícil situar una fecha que marque su inicio exacto, lo cierto es que el germen privatizador fue inoculado ya cuando Felipe González, insigne representante de la socialdemocracia hispana y según los documentos desclasificados parcialmente por la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA) creador de los GAL, nombró en 1990 a un banquero y político franquista para presidir la Comisión “de expertos” (siete de sus nueve miembros tenían intereses directos en la sanidad privada y/o el negocio farmacéutico) encargada del “análisis y evaluación del Sistema Nacional de Salud (SNS)”.

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El 19 de junio de 1953 Ethel y Julius Rosenberg, poco antes de ser ejecutados en la silla eléctrica, escribieron a sus hijos: “…incluso en esta hora, cuando la vida se aproxima lentamente a su fin, nosotros creemos en esta verdad con una certidumbre que hace fracasar a los verdugos (…) la libertad y todo cuanto a la existencia de su felicidad se refiere debe ser, a veces, caramente adquirido (…) hemos comprendido perfectamente que la civilización no ha llegado todavía al punto en el que la vida debe ser salvada por simple amor a la vida (…) Recordaos siempre que nosotros fuimos inocentes y que no pudimos violentar nuestra conciencia…”

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