Cuando el mes pasado comenté el excelente filme del no menos interesante director norteamericano Martin Ritt, “Norma Rae” (1979), mencioné de pasada otra extraordinaria película sobre la lucha sindical y por la emancipación femenina de la opresión machista, “La sal de la tierra”, del también realizador estadounidense Herbert J. Biberman (1900-1971). Pues bien, aquella breve referencia a la cinta de este director me hizo pensar que su película merecía un mayor espacio en esta resuelta sección. Por tres razones básicamente: por cómo y en qué circunstancias se consumó el arriesgado proyecto artístico; por el talento cinematográfico y el compromiso político de su realizador (uno de los numerosos cineastas perseguidos por el macartismo en Hollywood) y para que los y las jóvenes conozcan el combate de esos artistas y este filme que, construido alrededor de la lucha de clases, es esencialmente militante y feminista.

Con “Norma Rae” el cine se viste de mujer. De mujer proletaria. Una película realizada por el siempre interesante director norteamericano Martin Ritt (1920-1990) en 1979. Un filme del que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que con el ineluctable paso del tiempo no ha cogido ninguna arruga. Por tanto, “Norma Rae” sigue produciendo las mismas intensas emociones y los mismos irreprimibles deseos de rebelión contra la explotación capitalista y el enfermizo machismo que el día de su estreno. Hace ahora 42 años. Entonces yo tenía 30 años y todos los molares para dentellar la vida, ahora rondo los 73 y, aunque los incisivos no están para tirar cohetes, sigo teniendo las mismas ganas de luchar y de vivir. Sentimientos que trasmite a la perfección esta cinta ejemplar.

Inmersos en la pandemia del SARS-CoV-2, cumpliendo con todas las medidas sanitarias, la Asociación de Amistad con Cuba “Miguel Hernández de Alicante, presentó la proyección junto a su director Sergio Gregori Marugán (1997 Alicante) del largometraje documental “UNBLOCK CUBA”.

La ópera prima del joven director de tan solo 23 años presenta un retrato veraz de la historia más reciente de Cuba. Rodada sobre el terreno entre el año 2017 y 2019. El documental retrata desde la guerra de independencia, el triunfo de la revolución cubana hasta la actualidad, con el mandato de Miguel Díaz-Canel y la aplicación del Título III de la Ley Helms-Burton por la administración Trump.

Dos razones me decantaron por escribir este Travelling: la reciente provocación de Marruecos contra el pueblo saharaui, que con su brazo armado el Frente Polisario, reclama la independencia del Sahara Occidental, y el hecho de que cayera entre mis manos un excelente DVD que había perdido de vista rodando el tiempo: “La batalla de Argel”, del realizador italiano Gilo Pontecorvo. Un cineasta comunista y resistente antifascista durante la Segunda Guerra Mundial conocido por películas tan emblemáticas para mi generación, y merecedoras de ser divulgadas entre los jóvenes, como “Kapò” (1960), sobre los campos de exterminio nazis; “Queimada” (1969), un magnífico relato de cómo un imperio puede manipular una lucha revolucionaria en beneficio propio, u “Operación Ogro” (1979), sobre el atentado a Carrero Blanco en diciembre de 1973.

 

“Amigos míos, retened esto: no hay malas hierbas ni hombres malos. No hay más que malos cultivadores”. Con esta frase escrita en 1862 por el poeta y novelista francés Víctor Hugo en su obra maestra, “Los miserables”, finaliza tajantemente la homónima “ópera prima” del realizador maliense Ladj Ly (Malí, 1980). A la manera de un potente gancho en el mentón del espectador. Y es que el asunto no es para menos en esta sobrecogedora historia de jóvenes marginados de la banlieue (suburbio) parisiense. Una juventud sin futuro (la misma que en 2005, Nicolas Sarkozy, entonces ministro del interior, tildó de racaille, chusma) y unos lugares como las afueras de París, que este debutante y prometedor cineasta conoce al dedillo. Unas duras existencias, la suya y la de esos chicos postergados, que Ladj Ly retrató ya en un percutante cortometraje, en 2017, igualmente titulado “Los miserables”, y por el que fue nominado a los premios Cesar.

“Una canción de Víctor Jara es más peligrosa que cien metralletas juntas. Era una gran amenaza, lo tenían que matar”, afirma una mujer emocionada en el impresionante documental de Netflix: “Masacre en el estadio”, sobre el asesinato del cantautor chileno perpetrado vilmente el 16 de septiembre de 1973, cinco días después de que el presidente electo, Salvador Allende, muriera sepultado en el Palacio de la Moneda bajo las bombas del general golpista Augusto Pinochet, hace ahora 47 años.

Me la recomendó el menor de mis hijos hace unos días. Contento me dijo: “Papá, seguro que esta peli sobre Cuba te va a gustar. El caso de los “Cinco cubanos” acusados de espionaje y encarcelados en Estados Unidos durante muchos años está tratado en sus justos términos”. Yo, acostumbrado por desgracia a tanta inmundicia vertida sobre Cuba y su Revolución, escuché el consejo de mi entusiasta benjamín con sorpresa y escepticismo pero igualmente con el firme propósito de ver la película a las primeras de cambio. Y así lo hice. La otra noche la vi por Netflix, ese medio de difusión cinematográfico que nos priva de las salas oscuras y de una visión colectiva, pero que al mismo tiempo, en épocas excepcionales como esta de la mortífera pandemia, evita alejarnos del 7º Arte.

Jacques Tati (1907-1982), excelente e innovador cineasta francés, solía decir y también escribir en alguno de sus libros que el impacto de una película en la mente del espectador difiere según el lugar que ocupe en la sala oscura. Pues bien, algo parecido me ha ocurrido a mí cuando tras haber visto hace algún tiempo el documental dedicado a Fidel Castro, “Comandante”, del director norteamericano Oliver Stone, lo he vuelto a ver estos días. Puedo decir por esa razón que así como el referido impacto del que habla Jacques Tati está en función de la butaca que elegimos en una sala del cine, igualmente la percepción de un filme varía también en función del momento que lo vemos. Independientemente de que el paso del tiempo le proporcione alguna que otra inesperada arruga. Sin duda, porque todo cambia con el tiempo: las circunstancias, el propio espectador, y puede que hasta la captación de la historia narrada.

Septiembre de 1965. Han pasado diez años desde que la llamada “Revolución Libertadora” derrocara al segundo gobierno peronista restituyendo el poder a la oligarquía terrateniente y la burguesía local con la necesaria connivencia de las Fuerzas Armadas. Los mellizos Borda y Bignone y “el cuervo” Merelles, elementos prominentes del hampa de Buenos Aires, aceptan convertirse en el brazo ejecutor del asalto a un furgón blindado. Tras ellos, como reflejo de esa esquizofrenia política y social en la que la indolencia de la clase media acepta como algo lógico  – siempre que no afecte a su forma de vida – la alternancia de gobiernos “democráticos” y militares, trabaja una tupida red de policías y políticos  acostumbrados a manejar los hilos.

Ahora que en medio de este trágico desaguisado capitalista se propaga la idea de que quizá en poco tiempo no veamos el cine como lo hemos visto hasta hoy (ojalá se equivoquen), es decir en salas oscuras, junto a otros espectadores, comiendo palomitas y en pantalla grande, me dio por pensar, no como responso final sino como vigoroso recuerdo, en lo importante que ha sido el 7º Arte en mi vida, en lo que aportó a mis primigenias pesquisas culturales y políticas, y en el privilegio que ha tenido mi generación, incluso en los años de plomo franquistas, de poder engullirlo desmedida y placenteramente.

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