Meses atrás, motivado por la arremetida de lo peor de Miami contra los artistas de Cuba y el claudicante calco de Orishas a una canción emblemática de Silvio, escribí una reflexión que hoy viene a cuento, tras el burdo chantaje hecho a Juan Karlos, El Gordo. La publico hoy, aunque ni siquiera conozco a Juan Karlos, y a decir verdad ni estoy del todo familiarizado con su trabajo.

Lo que está en juego va mucho más allá de lo que se ve a simple vista como el chancleteo de cuatro sietemesinos contra personalidades de la cultura cubana. Es necesario que conozcamos a esta gente para que sepamos por qué no podemos permitir su regreso triunfal a una Cuba que, después de tantos sacrificios, ningún cubano digno merecería.

“Cantar en tiempos de cólera siempre ha sido riesgoso, pero el riesgo pareciera aumentar con cada nuevo espasmo del imperio”.

Cantar en tiempos de cólera

Colérico y arrogante, como ningún otro de sus predecesores, el emperador de turno hace el disparo de arrancada y allá van en tropel, por el despeñadero de la involución humana, quienes aspiran a llegar primeros a la cima. Ahora o nunca, parecieran pensar, quizá con algo de razón, quienes creen llegada la hora de enterrar para siempre la esperanza, que sigue asomando testaruda en la alternativa del socialismo. La rabia de cada impulso devela el espíritu perentorio con que se exhibe la arremetida. La historia, que ellos bien estudian, les advierte que no son ilimitadas las oportunidades de la reacción para ponerle freno. Hay que aprovechar el momento, parecieran decir.

Era inevitable que a la ola reaccionaria que sacude el continente, en esta puja por el futuro que merecemos y el pasado que aún padecemos, se sumara una camada de sietemesinos de factura nacional: “A los sietemesinos solo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses” —nos advirtió el Apóstol. Toca a cada cubano decidir en estos delicados tiempos, como en tantos otros, a quiénes y qué estamos defendiendo.

Nos hemos propuesto crear la sociedad más exigente y justa de la historia humana. Por más de 60 años no se nos ha permitido hacerlo, y hemos tenido que lidiar con el pasado que se nos impone desde afuera, y también con el pasado que todos y cada uno de los que la construimos llevamos dentro. Para añadir escarnio al insulto, con cruel sistematicidad se nos esculca y culpa por cada una de nuestras falencias, y algunos, sea sin querer o sea queriendo, se dejan arrastrar.

¿Justifican nuestros errores, muchos o pocos, más o menos serios, que nos humillemos ante nuestros victimarios? ¿A quién tienen que pedir perdón las víctimas de la agresión de Girón, o de los bandidos del Escambray, o de Boca de Samá, o del crimen de Barbados, o del brutal bloqueo económico y financiero, o de otros tantos crímenes que se han cometido y se cometen aún, a la vista de todos, contra el pueblo de Cuba?

Cantar en tiempos de cólera siempre ha sido riesgoso, pero el riesgo pareciera aumentar con cada nuevo espasmo del imperio.  Hubo tiempos en los que se podía conservar la piel presumiendo de apoliticismo, y solo si tomabas partido corrías el riesgo de que se te censurara desde cualquiera de los bandos o, en casos extremos, se te asesinara desde la derecha.

Cierto que tenemos que potenciar las fuerzas productivas y lograr que nuestro compromiso con la justicia redistributiva no coarte el crecimiento; que estamos urgidos de recuperar el papel del trabajo como creador de valor, y de valores; que hemos de extender y profundizar nuestra democracia, para construir el primer sistema que por definición se la propone; que hallar la fórmula para poner en su lugar a tanto revolucionario inconsecuente, ese que hace más daño que el contrarrevolucionario más consecuente; que encontrar formas de hacer política afines a las nuevas generaciones de cubanos, más preparados, exigentes y llenos de las aspiraciones que en ellos infundió la Revolución. Es nuestra responsabilidad y la de nadie más demostrar la viabilidad del socialismo; pero nada de lo que no hayamos podido hacer justifica la saña de quienes han hecho lo imposible para impedírnoslo: ese imperio que nunca dejaría de agredirnos, aun cuando todo nos saliera bien, mientras no nos entreguemos de brazos y piernas al capital.

¿Y ante quiénes se supone que debamos claudicar? ¿Ante quienes aplauden con fruición cada zarpazo del gigante del Norte contra su tierra, y luego se regocijan ante los daños? ¿A los cazadores de brujas que en nombre de la libertad y la democracia chantajean, acosan, persiguen, amenazan y censuran, mientras cínicamente y a cada instante hacen alarde de su posesión del dólar, el único valor de que pueden presumir? ¿Ante esos sietemesinos de factura nacional que han acudido al tropel convocado por el emperador de turno? ¿En serio?

Es perfectamente comprensible que un rapero nacido y criado en Miami, con una visión caricaturesca de la tierra de sus padres, ceda ante el chantaje y entone un mea culpa ante las presiones de la mafia que controla la ciudad; o que el propietario de un club en Las Vegas se arredre ante la arremetida de la maquinaria del anticastrismo. Otra cosa es que lo haga un artista nacido y formado en Cuba, que muy probablemente ha sido testigo de la dignidad con que sus padres han llevado años de agresiones contra la tierra que le vio nacer. Uno esperaría algo más de memoria y de razón.

Quien hiere a Cuba so pretexto de un amor por su pueblo, y no utilice el mismo escenario para denunciar la brutal política del gobierno norteamericano contra ella, debería de hacerse un profundo examen de conciencia. El año recién transcurrido fue pletórico en oportunidades de expresar ese amor, ante el encono con que una tras otra se aplicaron medidas brutales contra todos los cubanos, que dañaron lo mismo al cuentapropista que al trabajador estatal, que al revolucionario como al que no lo es, que al compatriota de Cuba como al de Miami. Quien quiera a Cuba no puede haber pasado por alto una arremetida tan bestial.

Usar un escenario entraña una importante responsabilidad, que se hace mayor cuanto más se nos agrede. Quienes no mediten en esto corren el riesgo de perder la letra, y pueden terminar cantando para los sietemesinos, lamiendo todos juntos de una bota que bien pudiera terminar aplastando a su patria, y cayendo sobre todos nosotros “con esa fuerza más”, con terribles consecuencias de las que serían en parte responsables.

Tal vez otra alternativa, mucho más digna, sería que nos ayudaran a hacer los cambios que demanda nuestra casa, con necedad y de buena fe.

René González Sehwerert. La Jiribilla.

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