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Una de las últimas noticias sobre la celebración de los Juegos Olímpicos de Tokio es la dimisión de Yoshiro Mori, presidente del  Comité Organizador.  Mori, que fue Primer Ministro de Japón durante poco más de un año, dimitió por sus comentarios sexistas al considerar, en una reunión de Comité Olímpico Internacional (COI), que si se aumentaba el porcentaje de mujeres en este organismo sería conveniente limitar el tiempo de intervención de estas por su tendencia a hablar demasiado.

De nuevo sobre los juegos olímpicos se cernía la polémica, aunque por razones muy diferentes a las del pasado reciente. En efecto, el presidente del Comité Olímpico de Japón dimitió en junio de 2019 al ser investigado en Francia por la compra de votos para la candidatura olímpica japonesa en el año 2013, cuando Tokio competía con Madrid y Estambul para ser la capital olímpica en los juegos que debían haberse celebrado en el año 2020 y que por motivos de la pandemia derivada de la Covid-19, se han pospuesto, en principio, para el verano de este año 2021.

Como en tantos aspectos de la vida contemporánea, en la cuestión de los juegos olímpicos también ha cambiado el espíritu inicial de esta competición que se resumía en el lema “citius, altius, fortius” (más rápido, más alto, más fuerte). Obviamente es cierto que la mayoría de quienes se entrenan para poder acudir y competir en unos juegos olímpicos lo hacen por un sano ánimo deportivo individual o colectivo, pero no es menos cierto que  alrededor de la  organización de este evento deportivo de carácter internacional, la especulación, el mercadeo y la corrupción campan a sus anchas.

Las ciudades que optan cada cuatro años a ser sede de los juegos olímpicos, pretenden hacer de esta posibilidad un formidable negocio económico. A lo largo de los últimos años es habitual escuchar argumentos acerca del beneficio económico que reporta la organización y celebración de unos juegos olímpicos frente a los costes e inversiones que tienen que llevarse a cabo. Únicamente así pueden entenderse los multimillonarios presupuestos de las sucesivas ediciones que se han ido celebrando en las últimas décadas. En este sentido, la edición de los juegos olímpicos, celebrada en 1992 en Barcelona, supuso un salto cuantitativo con respecto a la edición anterior de Seúl ya que el presupuesto ascendió a una suma, actualizada, de alrededor de 12.000 millones de euros, una cantidad similar al presupuesto de los juegos olímpicos de Tokio. También la deuda de la ciudad de Barcelona tuvo un salto cuantitativo.

Tras la celebración de unos juegos olímpicos la atención que se dedica a los éxitos deportivos de uno u otro país dura lo que un caramelo a la entrada de un colegio, pero sin embargo es muy habitual que analistas, universidades, fundaciones bancarias e incluso los propios estados realicen sesudos estudios acerca de los beneficios económicos que supone la celebración de los juegos olímpicos. Ya lo dijo hace unos años el hijo del que fuera, además de jerarca fascista, presidente del Comité Olímpico Español en el sentido que “los juegos olímpicos no son buenos para las ciudades, son extraordinarios”. Obviamente se refería al aspecto económico y empresarial, no al aspecto deportivo.

Cuando se alude al beneficio económico que supone la celebración de unos juegos olímpicos, en realidad de lo que estamos hablando es del beneficio económico que este acontecimiento supone para las empresas privadas que llevan a cabo la construcción de las infraestructuras de todo tipo que son necesarias para este acontecimiento, para las empresa hoteleras, para los bancos que financian las obras, pero no para la clase trabajadora. Estas obras, desde el punto de vista empresarial, tienen una ventaja indudable frente a otro tipo de obras de carácter público o privado ya que han de estar finalizadas en una fecha determinada. Si una ciudad gana la candidatura, no hay marcha atrás y la presión del Comité Olímpico Internacional (COI) y del comité olímpico del país, que son entidades privadas, va en la dirección de gastar dinero para asegurarse que los juegos van a dar una imagen positiva, por lo que es más que habitual que se produzcan elevados sobrecostes. Estamos hablando de infraestructuras deportivas, viviendas para los deportistas, carreteras, líneas de metro, hoteles, centros de prensa… Sí, efectivamente, para las empresas constructoras suponen un gran beneficio pero no así para las arcas públicas que son soportadas por el pueblo. Precisamente la deuda pública acumulada en las ciudades que han organizado juegos olímpicos llevó a Roma, Hamburgo y Budapest a retirarse de la carrera por ser sede olímpica en el año 2024, año en el que los juegos olímpicos se celebrarán en París.

No podemos desligar los hechos ciertos que suponen la celebración de unos juegos olímpicos (incremento del empleo en el sector de la construcción en los años previos a su celebración, proyección internacional de la ciudad anfitriona, incremento de la actividad turística, en algunos casos regeneración urbana de zonas degradadas…) del marco económico en el que estamos inmersos; una economía y un sistema orientado a la extracción de la máxima plusvalía. En definitiva, los juegos olímpicos son organizados por una entidad privada y son las ciudades designadas para su celebración las que tienen que realizar las inversiones necesarias para construir las infraestructuras de todo tipo que el COI exige: con dinero público se alimenta la economía capitalista.

Tokio 2020 no ha sido diferente.

Coque

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