El “cine social”, es decir, el género cinematográfico que utiliza el cine como medio para la crítica y denuncia de problemáticas sociales, es, en el caso del cineasta francés Stéphane Brizé (Rennes, 1966), sobrecogedor y con una importante carga emocional. Es decir, es un cine en las antípodas de lo que nos suministra a dosis insufribles el cine comercial en general. Fue el caso en “La ley del mercado” (2015), una exploración del paro en Francia y de la crisis económica bajo el prisma de un obrero que sin trabajo acepta un puesto de vigilante en un supermercado. Es el caso igualmente de “En guerra” (2018), una impresionante incursión, cámara en mano, en una huelga de trabajadores contra el cierre de su fábrica. Y es finalmente lo que Brizé propone en su penúltimo filme, “Un nuevo mundo” (“Un autre monde,” en francés), y con el que concluye exitosamente su trilogía sobre el mundo del trabajo y el insaciable capitalismo. Dilatados argumentos como para que las páginas de Unidad y Lucha no queden indiferentes. Tres filmes, además, armados con guiones sin fisuras escritos por el propio Stephane Brizé y su fiel colaborador Olivier Gorce, e interpretados por el versátil Vincent Lindon, quien, con su rostro marcado por el paso del tiempo, expresa magníficamente en cada una de sus películas los más recónditos sentimientos del ser humano.

Instrumento de lucha

Pero ¿de qué trata “Un nuevo mundo”? Aborda muchas e importantes cosas, tantas como las que pueda sentir en su fuero interno un alto ejecutivo de una multinacional norteamericana (impactante Vincent Lindon) que no ha perdido totalmente la dignidad, y que debe preparar, siguiendo las exigencias de sus superiores, un importante plan de despidos, cuando es consciente de que  la empresa hace suculentos beneficios.

Y es ahí donde reside la originalidad y el principal interés de esta cinta. Pone a un alto dirigente empresarial frente a la responsabilidad de satisfacer, o no, los voraces deseos de la empresa multinacional. Algo que quizás resulte inusitado para muchos, pero que política y cinematográficamente hablando permite adentrarnos en el implacable entramado de los intereses capitalistas, puede que con más dramatismo y crudeza que si el cuestionamiento de ese plan de despidos lo planteasen solo los trabajadores. En ese sentido, las secuencias de los encuentros con los obreros y con los altos cargos de la fábrica, y, en particular, con el representante yanqui de la multinacional, son edificantes. En fin, un gran filme que se inscribe en la línea de los Ken Loach, Robert Guédiguian o los hermanos Dardanne, y que responde satisfactoriamente a la finalidad del cine social: ser un instrumento de lucha y reivindicación para transformar las mentes con el fin de conseguir autre monde. Para nosotras y nosotros, el Socialismo.

Rosebud

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