“Si la liberación de la mujer es impensable sin el comunismo, el comunismo es también impensable sin la liberación de la mujer” I.A.
Pilimin
Y por fin llegaron las vacaciones tras un año intenso de trabajo, de niños, de casa, de concentraciones y reuniones. El apartamento alquilado era caluroso y no estaba en primera línea de playa como anunciaba la publicidad sino en el centro de la ciudad. Mientras los niños marchaban con el padre a respirar brisa marina ideal para prevenir catarros de invierno, Marisa quedaba deshaciendo las maletas, preparando las camas, cociendo patatas y limpiando el baño. Se acostó sin tiempo para pensar, sólo en el ensoñamiento de la noche veía las olas del mar peinando suavemente la blanca arena de playa a la vez que el sol las arrullaba dulcemente.
“Mañana pasearé a primera hora por ella” murmuraba. Pero cuando despuntó el día, tenía que dejar la comida preparada y rellenar los sándwich de jamón y queso, bajar a comprar y llenar la nevera para una semana y no le dio tiempo a más, pues cuando acabó de enjaretar la cena por si daban una vuelta de noche regresó toda su familia llena de arena, sal y coquinas. Metió a los niños en la lavadora y bañó las toallas con agua y vinagre para las quemaduras solares. Su marido, mientras, agotado de bucear y jugar a las palas con su prole se tomaba un vino levantino frente al único ventilador de la casa y leía la prensa digital sobre los últimos acontecimientos en Ucrania “No pasarán” decía el titular. A ella no le quedó otra que buscar una farmacia de guardia para proveerse de paracetamoles por si alguno despuntaba con alguna dolencia y ella de ninguna manera pasaría sus vacaciones cuidando enfermos. Quería conocer la ciudad, sus gentes, la comida, la movida, la horchata, pero antes recogería el amasijo de cables conectados a móviles, plays, y demás aparatos electrónicos que sus hijos, desmayados por el cansancio, dejaron tirados por el cuarto. Para cuando se pintó de carmín rojo los labios y se alisó el pelo, él tenía que acabar de escribir un artículo comprometido para un periódico de tirada local. Podía ser la oportunidad que estaban esperando de dar a conocer otra postura sobre Siria.
Llegó el día en el que pisó la playa cargada de toallas, agua congelada, pelotas de plástico y crema solar. Rebozó a los suyos en factor cincuenta, montó el corralito playero alrededor de la sombrilla de Caja Rural, se quitó el pareo de varias temporadas pasadas y cuando estaba dispuesta a meter el pie en el agua divisó la bandera negra que anunciaba medusas para toda la semana. No conseguiría darse un chapuzón y sus bajadas al mar se limitarían a pasear y conversar con el que era el amor de toda una vida. Le conoció militando en el partido clandestino de la época y pronto despuntaron, lucharon juntos durante años, no sólo por cambiar la sociedad sino por un cambio del sistema económico. Él le embelesó con sus escritos mitineros contra la Unión Europea y ella le encandiló con sus lecturas de Berthol Brecht y, aunque conectaba más con los trabajadores que la apoyaban y aclamaban en las asambleas, se hizo a un lado para dejar que su pareja dirigiera a la clase trabajadora hacia la revolución, mientras ella cuidaba del hogar familiar.
El día que dejaron el apartamento, Marisa desde muy temprano faenaba en él haciendo las maletas, descongelando la nevera, fregando el baño, preparando los bocadillos, bajando las persianas. Con las pilas recargadas por un descanso bien merecido emprendía el viaje de vuelta. De vuelta al cole, a la casa, al trabajo, a la compra, los niños, los exámenes, el cambio de ropa y las macetas. Su marido le anunció manifestación para el jueves en apoyo a Palestina. Ella no acudiría tenía médico con el pequeño.