El desarrollo tecnológico, que debiera servir a la humanidad, está siendo convertido por Washington en otro instrumento para mantener su hegemonía

Mientras los principales titulares los acapara el conflicto Rusia-Ucrania —pudiera también leerse OTAN-Rusia—, otra guerra más solapada toma fuerza aunque no exhiba armas letales.

La esfera tecnológica ha sido convertida por Washington en campo de batalla en su deseo de detener a China; temerosa la Casa Blanca porque el país asiático le «roba» mercados, se extiende el uso del yuan en las transacciones comerciales internacionales y, en general, resulta avasallante el ritmo de desarrollo de una nación milenaria que hasta hace 25 o 30 años no producía suficiente arroz para todos sus habitantes, y hoy lidera campos de la ciencia y la técnica y de la producción mundial.

Ha habido escarceos en el ámbito netamente político que pudieron tener peligrosas consecuencias, como el derribo por Estados Unidos de un globo meteorológico chino que apareció sobrevolando sus costas y el Pentágono acusó de espionaje —nada de eso demostrado y de lo que luego se retractó—; o el «desaguisado» provocador de la visita realizada por la entonces titular de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, a Taiwán, que ratificó el desconocimiento de EE. UU. a la soberanía china sobre ese territorio.

Pero el pulso más fuerte tiene lugar ahora en materia de tecnología, y ha llegado a la internacionalización de sanciones que pretenden frenar el avance chino en la cibernética.

En secreto Washington argumenta que teme al progreso de China en ese rubro porque puede redundar en la hipotética fabricación de nuevas armas y, por ende, en una futura y supuesta superioridad militar de Beijing.

Ello, sin embargo, no logra esconder el carácter estratégico que tiene para Washington la «contención» de China en todos los ámbitos, mientras esta va a la réplica y da nuevos pasos que la mantienen, ciertamente, como rival de peso de un país que no se resigna a perder la superioridad tecnológica, ni ninguna.

Lejos de amilanar, la mano dura de Washington empuja a Beijing a buscar salidas que siguen potenciando su desarrollo. 

Hace algunos días, el lanzamiento por China del primer cohete en el mundo propulsado por metano y oxígeno fue considerado por observadores como un «paso delante» de Estados Unidos.

LandSpace, una empresa aeroespacial privada, «le ganó la carrera» a las empresas Relativity Space y SpaceX, ambas de EE. UU., valoró el periódico South China Morning Post al comentar el lanzamiento por la firma asiática del cohete, tras el fracaso de las estadounidenses cuando lo intentaron.

Como acostumbra, Estados Unidos pretende cubrir sus acciones punitivas con la hipocresía.

También en fechas recientes, el enviado especial del presidente Joseph Biden para los asuntos relacionados con el clima, John Kerry, estuvo en Beijing con el propósito declarado de reabrir el diálogo y buscar «aportes» en las negociaciones bilaterales para contribuir a frenar el calentamiento global, detenidas hace un año.

Mas su visita no logró ocultar el deseo real de zanjar, mediante actos diplomáticos, las heridas abiertas por Washington. Estados Unidos sabe que resulta importante mantener buenas relaciones con China y pretende abonar ese campo, mientras por otro lado castiga.

Así, prohíbe la venta a Beijing de chips indispensables para fabricar semiconductores, considerados piezas claves en el desarrollo de la inteligencia artificial —la tecnología de punta que está en boga—; pero al propio tiempo convirtió a Kerry en el tercer emisario enviado al gigante asiático en los dos últimos meses para «bajar tensiones».

Le antecedieron el mismísimo secretario de Estado, Anthony Blinken, y la titular del Tesoro, Janet Yellen, con desempeños nunca completamente felices en el propósito de limar asperezas, pues la administración Biden no ha cedido un ápice en las posiciones con respecto a China, a la que califica de «principal amenaza» en su Estrategia de Defensa Nacional, publicada en 2022.

Audacia y sapiencia

Los actuales intentos de Washington de torcer el brazo a Beijing se iniciaron durante la era de Donald Trump, y desataron una virtual guerra comercial con punto de partida en sanciones económicas e imposición de aranceles que China respondió con gravámenes a bienes estadounidenses pero, también, acelerando la modernización de su economía y buscando nuevos nexos comerciales, principalmente, mediante la extensión de la llamada Ruta de la Seda.

Fue ese, además, el inicio de la persecución contra la tecnología china luego de las acusaciones falsas de «espionaje» vertidas por Trump contra unas 60 compañías de aquel país, incluida la poderosa Huawei, y el boicot internacional que desató contra ella mediante presiones y amenazas para que otros países cortaran vínculos con la empresa.

Solo el año pasado, cuando el conflicto en Ucrania hizo temer a Estados Unidos una recesión, la administración de Joseph Biden «conversó» sobre estos temas con China, que reclamó el levantamiento de los aranceles impuestos por Trump y el cese de lo que observadores han identificado como «represión» contra la tecnología del país asiático.

Para entonces, el propio Biden había endurecido las medidas de su antecesor… y lo ha seguido haciendo.

El más reciente ataque de histeria de Washington —o fingida hipocondría— quedó expuesto a inicios de este año, cuando su administración retomó la cruzada contra la popularísima plataforma digital china TikTok y la acusó de espionaje, por lo que prohibió a los funcionarios gubernamentales su uso, un dictamen que con más o menos fuerza han seguido otras naciones.

Pero la persecución se concentra ahora mismo en entorpecer la fabricación de los semiconductores que hacen más expedita la instauración y alcance de la inteligencia artificial.

Desde noviembre pasado Washington reinició el hostigamiento, cuando vetó la venta a China de chips para las supercomputadoras y la inteligencia artificial, además de ajustar una norma que extendió internacionalmente los controles de exportación a aquel país de ciertos artículos producidos en el extranjero.

En respuesta, China anunció restricciones a la exportación de galio y germanio, metales claves para la fabricación de los semiconductores y otros componentes electrónicos, cuya ausencia puede generar problemas a Estados Unidos y también a Países Bajos y Japón, naciones que siguieron sus pasos y detuvieron la exportación de chips.

Washington dio la contrarréplica prohibiendo a sus empresas que brinden servicios en la nube a las homólogas chinas, pero Beijing dio una contesta moral: la presentación hace unos días de Ernie 3,5, su chatbot —servicio mediante inteligencia artificial— que, según se afirma, supera en varios aspectos al famoso ChatGPT de OpenAI, perteneciente a Microsoft.

Otro asunto politizado

En medio de una guerra comercial y ahora también tecnológica, es la propia visión estadounidense, que contempla a China como un adversario estratégico, la que impide una desescalada y, por el contrario, augura más tensiones, aunque la diplomacia de la Casa Blanca se empeñe en mostrar lo contrario.

Pareciera una política de doble vía imposible de transitar. En Washington podrán pregonar e incluso estar convencidos de que una ruptura con China es impensada, pero, como siempre, a la postre, hacen lo contrario de lo que dicen.

Expertos chinos consultados por Sputnik han considerado que incluso cuando se constatase algún avance en la cooperación bilateral, ello no tendría un impacto significativo en la percepción ya formada en EE. UU. de que China es un desafío y un importante competidor a largo plazo.

«Estados Unidos ha politizado y convertido en armas las cuestiones tecnológicas, y ha tratado de frustrar el avance tecnológico de otros países. Todos estos son claros ejemplos de actos hegemónicos, prepotentes y de intimidación», afirmó en mayo el portavoz de la Cancillería china, Wang Wenbin, en alusión a las restricciones.

Así, el desarrollo en una esfera que debiera servir a la humanidad es convertido en otro instrumento para la dominación. La manipulación de la tecnología también es útil a la guerra sucia.

Marina Menéndez Quintero.

OM: Juventud Rebelde

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