Cuando Fidel Castro visitó Chile en olor de multitudes entre noviembre y diciembre de 1971, el líder de la Revolución Cubana transmitió al presidente socialista Salvador Allende, su anfitrión durante tres semanas de numerosos encuentros e intenso trabajo, que él no confiaba en “la revolución de la empanada y el vino tiento”, pues – precisó - para pasar del capitalismo al socialismo, “la única vía son las armas”. Afirmaba esto el carismático guerrillero de la Sierra Maestra, por los peligros que acechaban ya a las importantes reformas económicas y políticas que el Gobierno de la Unidad Popular había puesto en marcha, o pretendía llevar a cabo en el futuro. Unos cambios que, en muchos casos, podían encontrar la resistencia de la oligarquía chilena y del imperialismo yanqui, siempre agazapado y escudriñando con lupa cualquier movimiento del Ejecutivo chileno. Por ejemplo, la nacionalización del cobre (entonces en manos de las empresas norteamericanas Kennecott y Anaconda), la estatización de la Banca, la nacionalización de las empresas estratégicas para la economía del país andino, o la profundización de la Reforma Agraria. Sin embargo, Allende discrepó de la opinión de Fidel y replicó convencido que en Chile el tránsito del sistema capitalista al socialista se haría “pacífica y democráticamente”, es decir a través de lo que se dio a llamar la “vía chilena al socialismo”. Así pues, una divergencia política de gran calado surgió en aquel histórico encuentro respecto a la construcción del socialismo: la revolucionaria, ya emprendida en Cuba y en otros países del mundo, y la del mandatario chileno de desarrollarlo por los medios electorales.

Dilema de envergadura

Pero como ocurre siempre con dilemas de esta envergadura, sería de nuevo la Historia y su praxis las encargadas de zanjar el asunto. Tras ser elegido presidente de la República chilena por un mandato de 6 años (1970-1976), Salvador Allende se arremangó la camisa y se enfrentó a su destino: poner en funcionamiento el programa de la Unidad Popular por el que había sido escogido, e intentar vencer, “con las leyes en la mano”, la sibilina resistencia que desde el inicio del proceso, “pacífico y democrático”, opuso la burguesía chilena y su “ángel protector”, el protervo Tío Sam. Sin embargo, aquellas leyes no bastaron para extinguir la conjura que este imperial personaje perseguía: acabar como fuera con Allende y su gobierno socialista. Lo que se tradujo, primero, en trabas burocráticas de la derecha para frenar reformas (expropiaciones, nacionalizaciones, etc.) que afectaran a la burguesía; en planificar un clima de inseguridad con atentados terroristas y conflictos políticos orquestados por la extrema derecha, y en instalar, por parte de los USA de Richard Nixon, y tras la nacionalización del cobre, una grave desestabilización económica. Para acto seguido, y ante la pervivencia del “régimen marxista”, pasar a mayores. Es decir, quitándose el disfraz de demócratas, intentar exterminar, de manera inequívoca y ejemplar, la “vía chilena al socialismo”. Lo que se materializó en un cruento golpe de Estado militar de corte fascista, preparado, organizado y ejecutado por la reacción y el Imperio el 11 de septiembre de 1973, hace ahora 50 años. Al tiempo que Allende, atrincherado en el Palacio de la Moneda sitiado y saqueado, se suicidaba después de pronunciar las palabras siguientes: “…llamo sobre todo a los trabajadores que ocupen sus puestos de trabajo, que concurran a sus fábricas, que mantengan calma y serenidad (…), sólo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad que es hacer cumplir el Programa del pueblo”. Y, acribillándolo, la Historia, impertérrita, zanjó el transcendental dilema: al capital sólo se le vence con la clase obrera organizada revolucionariamente. O como sugería Fidel en su visita: a tiro limpio.

José L. Quirante

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