En la mañana fría del jueves 20 de noviembre de 1975, mientras el dictador Francisco Franco estiraba la pata en su nauseabundo lecho de muerte, pese a los denodados esfuerzos de su yernísimo marqués de Villaverde por salvarle el pellejo, iba tomando cuerpo con nocturnidad y alevosía la confabulación entre franquistas venidos a menos y socialdemócratas al servicio del capital para ir cocinando el después de Franco. Un contubernio indecente pensado fundamentalmente para facilitar el paso de la agónica gestión fascista del capitalismo hispano a la de una promisoria administración democrática-burguesa. Dicho de otra manera, implementar la gran traición de las fuerzas políticas llamadas democráticas (principalmente el PSOE adobado al gusto burgués y el PCE de la reconciliación nacional) a un pueblo resueltamente antifascista, que echado a la calle en manifestaciones y huelgas masivas sacudía España entera reclamando la ruptura sin concesiones con el sanguinario franquismo y exigiendo la asunción de responsabilidades políticas. Pese a ello, la despreciable felonía se perpetró después del interludio que protagonizaron, de 1976 a 1982, los Gobiernos neofranquistas de Adolfo Suarez y de Calvo-Sotelo, incluido el fallido golpe de Estado dirigido por Tejero, Armada y Milans del Bosch. Es decir, el referéndum sobre la forma del Estado (monarquía o república) se arrinconó vergonzosamente cuando todo anunciaba la victoria de la opción republicana; al Rey designado por el dictador en julio de 1969 en la persona de Juan Carlos se le rindió pleitesía y una ignominiosa ley de amnistía votada en el Congreso de los Diputados por UCD, PSOE, PCE y las minorías vasco-catalanas en octubre de 1977, permitió que bajo la intencionalidad de amnistiar los considerados delitos durante la Dictadura, afectara también a autoridades, funcionarios y cuerpos represivos del franquismo. Lo que supuso el “olvido judicial” de los crímenes franquistas y que sus responsables se fueran de rositas. Unas decisiones políticas que, unidas a la entrada de España en la organización terrorista OTAN, en 1982, y en la capitalista Comunidad Económica Europea (hoy Unión Europea), en 1986, remataron definitivamente la alambicada y nada modélica “Transición española”.

Verdad, justicia y reparación

Lo que sucedió después es quizás de sobra conocido: el bipartidismo entre una derecha disfrazada de “izquierdas” y unos franquistas camaleónicos, como la forma inocua de gestionar el capitalismo hispano tras la noche del franquismo. Cambiar, ir de un espejismo a otro, para que todo siguiese igual. Es decir, para que los ricos fuesen cada vez más ricos y los pobres más pobres. Y así hasta que hartos de tanto bandazo inútil el bipartidismo puro y duro se fue al carajo y, resquebrajado, necesitó muletas para poder seguir asumiendo su nefando cometido: explotar a la mayoría social de este país en beneficio de unos pocos. También, prestándose con falaces argumentos, o no, llegaron los financiados y promocionados Podemos, Ciudadanos y un oscuro retoño del pérfido ofidio, el repulsivo Vox, quien sabedor de que cuando las circunstancias lo requieran podría subir al poder, reagrupó con entera libertad a franquistas amnistiados en 1977 y a sus herederos, poniéndose por montera reverdecer los encantos ocultos de la sangrienta dictadura franquista. En esas circunstancias, ¿a quién puede extrañar que en las comunidades autónomas en las que gobiernan el PP y Vox deroguen, o traten derogar, la ley de Memoria Histórica? A nosotros, no. Que siempre hemos exigido a los complacientes políticos con el franquismo verdad, justicia y reparación. Tres requisitos imprescindibles para que las jóvenes generaciones sepan lo que fue el fascismo en este país: la más feroz ofensiva del capital contra la clase obrera y la alienación más abyecta que pueda sufrir la mente humana. Sí, ciertamente, de aquellos terribles polvos vienen estos barrizales.

José L. Quirante 

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