Cuando, allá por el año 2008, Barack Obama fue elegido presidente del imperio por primera vez, mis ancestrales amigos, esos que se mantienen desde la adolescencia, me aseguraron, en tertulias distendidas, que lo que había ocurrido en aquel momento en el país del Tío Sam era inaudito y revolucionario: “un negro en la Casa Blanca. ¡Toma ya!, para que luego digan las lenguas viperinas que los yanquis son racistas”, me espetaron inclementes. También me garantizaron, y esto empezaba ya a ser vox pópuli, que “las cosas” iban a cambiar un montón en los USA y en el mundo entero a partir de entonces. Yo escéptico, pero aceptando que la elección de una persona de color al frente de la potencia hegemónica mundial era algo singular, traté de matizar el asunto considerando que el hábito no hace al monje y que el movimiento, como decía el otro, se demostraba caminando. Y vaya si lo ha demostrado el mulato (si, porque negro, lo que se dice negro, no es) en sus cinco años de andadura. En ese tiempo, el aura de cambio fabricado a su alrededor por los medios de comunicación propios y foráneos, se ha ido apagando irremediablemente. De lo que se trataba inicialmente era de disipar la imagen funesta del carnicero de Irak, George W. Bush, su belicista predecesor. De ese modo (debieron pensar los magnates que financian el tinglado electoral de EE.UU.) un negro (bueno, un mulato) en el poder rompería esquemas sobre el imperialismo, sobre todo si además se le daba el Premio Nobel de la Paz. Cosa que se hizo en 2009. Y la mecha prendió. Durante un tiempo la opinión pública, en general, creyó en “el cambio”. Lo que ocurre es que la realidad de los intereses que se defienden desenmascara al más pintado. Y así, Obama empezó a mostrar su verdadero careto, es decir demostrar para qué le pagan. Mantiene la cárcel de Guantánamo, donde se tortura y encarcela a presos ilegalmente; abandonó las promesas de justicia y protección social para más de 40 millones de norteamericanos/as desamparados/as; sostiene y finanza al gobierno represor de Irak; asesina en Afganistán cuando se tercia; bombardeó Libia en 2011 y aniquiló a Gadafi para apoderarse de su gas y su petróleo; organizó “las primaveras” de Túnez y Egipto hasta establecer los gobiernos que convienen al imperio; perpetúa el criminal bloqueo contra Cuba y el aprisionamiento de los 5 héroes; sostiene al régimen sionista de Israel y justifica el asesinato permanente de palestinos/as; vapulea la libertad de expresión y los derechos humanos, confinando a Julián Assange en la embajada de Ecuador en Londres y persiguiendo o encarcelando a Edward Snowden y al soldado Bradley Manning por el hecho de desvelar los crímenes de inocentes cometidos por el ejército yanqui y la maquiavélica red de espionaje internacional. Y si faltaba algo para acabar el retrato de este aprendiz de camaleón, el pasado 24 de agosto Obama se reunía con la progresía de Washington para evocar e invocar el cincuenta aniversario de “el sueño” de Marthin Luther King, al tiempo que planeaba con su estado mayor el bombardeo de Siria. Un país clave para los intereses estratégicos norteamericanos en Oriente Medio, y que, desde hace dos años, lleva desestabilizando armando a mercenarios. Sin embargo, y pese a todas estas barbaries, los centros de creación de opinión persisten en la imagen de un presidente conciliador y moderado. De alguna manera como queriendo decirnos que Barack Obama mata mejor.

José L. Quirante

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