La música -y el arte en general- no son ajenos al desarrollo de la lucha de clases y de la historia; en ellos se ve un reflejo de cada etapa de la humanidad. Cuando los jóvenes queremos escuchar alguna producción musical de las que podríamos calificar como de calidad, destaca un hecho: la mayoría de grupos que catalogamos como buenos no son de nuestra generación. Si comenzamos a hacer una lista de grandes grupos de los años 60, 70 y 80 la lista es prácticamente interminable; The Beatles, The Doors, Led Zeppelin, Pink Floyd, The Kinks, Queen, David Bowie, The Velvet Underground, Sonic Youth o Iron Maiden. Incluso el producto musical más masivo de la historia es de una calidad bastante alta en comparación a sus equivalentes actuales, como es el caso de Michael Jackson. En España encontramos ejemplos como Triana, Loquillo, Eskorbuto, Medina Azahara, Camarón, Serrat, Mecano o Mikel Laboa. Nos encontramos ante una amplia variedad de géneros y estilos, y es fácil llegar a la conclusión de que todos son más o menos buenos músicos y con un consumición masiva de su producto. Sin embargo, si intentamos crear una lista parecida con artistas de los años 90 y lo que llevamos de siglo XXI, la tarea se vuelve mucho más compleja, especialmente compleja cuanto más nos acercamos a la era presente. ¿Hemos perdido los millennials la capacidad de hacer buena música? La respuesta está como siempre en el desarrollo de los medios de producción.
Hablaba Marx del cambio necesario que supuso la aparición de las armas de fuego en las formaciones de los ejércitos de la época y de cómo las poderosas ciudades amuralladas eran entonces inútiles ante los proyectiles lanzados por cañones; por tanto, toda la industria armamentística, y con ella la sociedad, debían cambiar. Consecuentemente, la producción artística también fue reflejo de esta transformación.
Hay una diferencia fundamental entre los músicos de las generaciones previas y los músicos de los millenials: internet. La aparición de internet provoca un cambio fundamental en cómo la música es consumida y distribuida. Spotify, Youtube, Soundcloud y las redes sociales son ahora los canales por los que se distribuye la música. Reina una aparente variedad y un espacio en el que cualquiera, aparentemente, puede ser escuchado y alcanzar el éxito comercial con su producto. Ilusión que no es real, puesto que la industria sigue controlada por unos pocos elementos que pueden fácilmente elegir quién es escuchado y quién no.
Si el rifle introdujo cambios en la producción artística de la época renacentista, ¿Por qué no iba a hacerlo también internet en el siglo XXI? Hace años primaba un mercado más lento, en el que colocar un disco en el mercado y un producto de una calidad mínima requería más esfuerzo y la dedicación especial de expertos en materia. Los discos tardaban más iempo en grabarse, editarse, producirse y distribuirse a las tiendas, era, por tanto, necesaria una extensión mínima del producto a vender para hacerla rentable. Existía otra concepción del trabajo musical basado en su forma de creación, distribución y consumo. No es de extrañar así que la popularización los albumes conceptuales del rock progresivo coincidieran en el tiempo con el tocadiscos y el vinilo; para posteriormente ir avanzando más a una colección de temas sueltos en mismo disco a medida que el cd ganaba terreno. Hoy en día cualquiera puede grabar un tema en su habitación, editarlo desde su ordenador y subirlo a internet en el mismo momento. Incluso, gracias al tremendo desarrollo tecnológico actual, cualquier persona puede tener unas herramientas de edición, producción y masterización iguales a las que solo unos pocos artistas eran capaces de usar en sus álbumes hace unos años. Las reglas del mercado musical han cambiado. Ahora nos encontramos frente a una industria mucho más rápida y dinámica; las canciones deben ser capaces de captar la atención del espectador de manera rápida o este pasará a otro tema. Mientras, en tiempo anteriores, los discos eran escuchados hasta rayarse, pues su coste era elevado y una persona con un poder adquisitivo normal solo podía permitirse la compra de un par de discos al mes en el mejor de los casos, hoy en día cualquiera tiene acceso a una infinidad de contenido, y las compañías lo saben. Se busca la viralización del producto mediante un loop pegadizo y una imagen llamativa. Es prácticamente imposible desarrollar un producto de calidad en esas condiciones, pues los temas están pensados para nacer, explotar y desaparecer. Cuesta imaginar a los adolescentes bailando en instagram o “haciendo un Musical.ly” con un solo de guitarra de cinco minutos como el que toca Leño en Castigo.
La lucha por el control ideológico también se ve reflejada en la producción musical y su evolución. En los 80 tuvimos en España el ejemplo del rock radical vasco y el rock urbano madrileño. Actualmente, valga mucho la distancia, su análogo como fenómeno de masas podría ser el trap. En el caso de los primeros, mantuvieron su fuerza apoyados en el potente movimiento popular vasco de la época y en las luchas obreras de Madrid. Si se observa la evolución del segundo, hay un clarísimo cambio en cuál es el mensaje principal que se manda. En los orígenes del movimiento en España, hay chicos salidos de barrios obreros o directamente poblados de chabolas, con unas letras que reflejan las vivencias en esos barrios. “No tengo contrato, no he cotizado en la vida”, canta Dellafuente; “aquí hay que sudar solo para comer, se juegan la libertad si no llegan a fin de mes” o “gente con carrera en paro, gente con familia en paro […] Dictadura laboral creando esclavos”, rapea Denom, “Mi mama dejándose la espalda, yo y mi hermana buscándonos la life en Francia”, suelta Yung Beef. Que nadie se confunda, estos raperos son mayoritariamente desclasados, pero es innegable que sus letras reflejaban las vivencias de su día a día donde la ausencia de un futuro para la juventud trabajadora es una constante. La clase dominante de España es consciente de que este sonido y su relato crudo de la realidad agarra entre la juventud y no ha tardado mucho en poner sus ojos sobre este movimiento. Si hace un par de años dominaban en la escena los chavales de barrio, como los que se citan arriba, ahora la dominan empresarios e hijos de la burguesía como C. Tangana o Bad Gyal, especialmente el primero, como vocero del nuevo liberalismo con cara bonita de ciudadano y espíritu de facha. Si alguno ha resistido, lo ha hecho a costa de perder su mensaje popular, como ha sido el caso de Natos y Waor, que han ido olvidando el antifascismo en sus letras a medida que se han ido haciendo famosos, o han pasado, directamente, a ser estandartes de la drogadicción, como los que firma el sello Grimey cuyo principal patrocinador es una marca de suministros para el cultivo de marihuana e, inesperadamente, en todos sus temas hay referencias al consumo, una exaltación de la droga y su integración como un elemento estético más. Y por supuesto, cuando ninguna otra herramienta les quede para impedir que un mensaje indeseado -ya no revolucionario, solo ligeramente contrario a sus intereses- llegue a la juventud, siempre les quedará la represión. La lucha de clases también se ve en la música, y a nadie debe sorprenderle que en un momento como el actual, con las fuerzas populares prácticamente desactivadas hasta la inoperancia, cueste encontrar un atisbo de reivindicación en las letras.
Junta estos factores: la aparición de Internet y los esfuerzo por imponer hegemónicamente la ideología del capitalismo en la música de masas y el resultado son casos como Maluma o Becky G. Si en algo son maestros los capitalistas es en expandir su ideología; y es que, hasta al más revolucionario le entran ganas de cancaneo cuando suena el estribillo de a mi me gustan mayores.
Julio Bueno