Los hechos, testarudos, demuestran que Trump y el «trumpismo» no son más que producto de la descomposición del capitalismo y de la generación, en sus entrañas, del totalitarismo y del fascismo

Ilustración tomada de Debate Plural

Aunque sin conocerse aún los resultados definitivos del show mediático que en EE. UU. llaman elecciones, en el que dos partidos disputan «democráticamente» qué facción del establishment gobernará ese país y pujará por continuar gobernando al mundo en los próximos cuatro años, resulta oportuno que tratemos de entender cómo se llegó a la situación en la que, hasta hace muy poco, era la todopoderosa nación, la del «excepcionalismo»; la del ejemplo de tradición constitucionalista y democrática y, por ello, inspiradora de tantos en el mundo (la mayoría de las veces sin razón); la que luego de la implosión de la urss fue capaz, junto con sus estados vasallos, de imponerse en el mundo unipolar; hoy convertida en lo que siempre despreció, aunque fuera su principal promotora, en una «República bananera» que, con estas elecciones, ha perdido, definitivamente, su aureola democrática y hasta su capacidad de liderar el mito de su propia creación: el «mundo libre», Occidente.

Se hace imprescindible reflexionar acerca de si Trump y el «trumpismo» son responsables de lo ocurrido en estos últimos años en EE. UU.; si lo es también de la extensión de los populismos de derecha en el mundo y, con ellos, del imperio de la xenofobia, el racismo, el rechazo, desprecio y odio a la otredad y hasta al que piensa distinto; o si, por el contrario, es consecuencia del sistema que exalta el egoísmo, que lo considera soberano y único impulsor de la economía y del progreso, que lo sacraliza hasta hacer, sin siquiera imaginarlo, al individuo, responsable de las relaciones de las que es solo criatura, aunque se considere por encima de ellas.

Para comprender lo sucedido en las «elecciones» de EE. UU., su entorno y sus consecuencias para este mundo, sirve la frase elegida como título –aunque corregida–, que fuera utilizada en una campaña electoral en los propios EE. UU., a fines del pasado siglo, y que incita a aprehender la esencia de lo que ocurre, lo importante, lo que identifica al momento y a la época.

Conocido es que la historia del capitalismo es una sucesión de crisis en las que se alternan proteccionismo y liberalismo, liberalismo y regulación, y también liberalismo y keynesianismo, y hasta neoliberalismo y neokeynesianismo… y fascismo. También, que la caótica era que vivimos tiene su más cercano antecedente (otro más lejano se identifica con Hitler) en la que fuera llamada crisis de los «tigres asiáticos», iniciada con la flotación del Bath, la moneda tailandesa, y que se extendió al resto del mundo. Por aquel entonces, umbrales del siglo XXI, el mundo se encontraba al borde de una crisis similar a la de 1929, que podemos resumir con estos elementos:

  • Descomunal crecimiento de la riqueza, acompañado de la marginación de cada vez mayores capas de la población, incluyendo la parte de la clase obrera radicada en los países «ricos».
  • Fabulosas cantidades de dinero circulando, aunque concentradas en cada vez menos grandes propietarios.
  • Ingentes movimientos de capitales que, sin patria, sin bandera y aun sin dueños identificados y en busca de ganancias especulativas, se mueven libremente, sin ningún tipo de control.
  • Aceleración del proceso de concentración de los capitales, ya a escala planetaria, con la aparición de megafusiones –fusiones y absorciones entre las mayores empresas mundiales– con más poder que muchos Estados nacionales y, aun, que regiones y continentes enteros.
  • Preferencia de inversiones en capital especulativo, como preludio de lo que se llamaría «financierización» de la economía.
  • Despilfarro por los menos, subconsumo en los más.
  • Contaminación, calentamiento global, destrucción acelerada del medioambiente, desastre ecológico en ciernes.

La capacidad de adaptación del capitalismo y su mimetismo económico, lo hicieron evolucionar y adaptarse a las cambiantes condiciones, lo hizo aún más eficiente a nivel microeconómico, menos en el macroeconómico y, por ello, más exclusivo y excluyente. El resultado: la agudización de las contradicciones y la crisis de 2007-2008.

La recuperación iniciada en junio de 2009 (antes del inicio de la administración Trump), según la Oficina Nacional de Investigación Económica de EE. UU., fue la expansión más larga desde su inicio, rompió el récord de 120 meses antes establecido, solo que con un crecimiento acumulado en el periodo mucho menor, con una importante reducción de la producción industrial, el consecuente aumento del desempleo y la disminución de los salarios reales, y con un sensible aumento del endeudamiento externo. Y todo ello sin importar cuánto se vanagloriara Trump de sus «éxitos» (incluso desde antes del inicio de su presidencia), ni tampoco el fracaso del modelo (que era incapaz de percibir) que había hecho posible que llegara a ser presidente.

En el periodo iniciado en 2009, absolutamente todos los rasgos que antes señalamos, de principios de siglo, empeoraron, se hicieron más onerosos para la humanidad, y peligrosos para el capitalismo. Así, ya a finales de 2019, el afamado Foro de Davos, nada menos que la revista Fortune, y hasta The New York Times, daban por terminado el ciclo y muerto el neoliberalismo. Así pues, la crisis que estallara a inicios de 2020 fue solo precipitada por la pandemia del coronavirus, solo un resultado, no causa.

Hoy las «elecciones» se encuentran donde se preveía que estarían «el día después». La situación era previsible por muchos, de derecha y de izquierda, conservadores y progresistas, académicos y periodistas, simpatizantes del capitalismo, del socialismo y hasta del comunismo; aunque para buena parte de los analistas, el problema todavía sea solo consecuencia de la falacia del «excepcionalismo», del elitismo y hasta de la obsolescencia del sistema electoral mismo, de la dictadura bipartidista, de la corrupción del sistema, del egocentrismo…

Pero los hechos, testarudos, demuestran que Trump y el «trumpismo» no son más que producto de la descomposición del capitalismo y de la generación, en sus entrañas, del totalitarismo y del fascismo, que hoy utiliza las tecnologías para manipular a los individuos, incluyendo a los de la clase obrera, otrora beneficiada con las migajas de lo arrebatado al resto del mundo por sus patrones; a los inmigrantes que, luego de alcanzar el «sueño americano», son capaces de convivir con el desprecio para descargarlo en sus propios connacionales, o, como algunos de ellos, llegar a odiar a su propio lugar de nacimiento; a  los que la sociedad de consumo ha estupidizado lo suficiente como para poner en duda el calentamiento global, el cambio climático y la ciencia toda, hasta considerar «simple gripe» una enfermedad mortal.

Los mismos hechos a los que nos referimos en el párrafo anterior, demuestran que también Biden y el «bidenismo» son producto de la descomposición de la «economía de mercado» (utilizamos el término por mayor sutileza, agradeciendo la agudeza de Eduardo Galeano, a lo que «… en otros tiempos se llamaba capitalismo y ahora luce el nombre artístico de economía de mercado»), pues son precisamente sus leyes y tendencias las que condujeron a la globalización neoliberal, a su fracaso, a la aceleración del declive de EE. UU.

Son esos hechos los mismos que urgen a la humanidad a escoger –como ya hace más de un siglo alertara Rosa de Luxemburgo– entre Socialismo o barbarie.


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