La guerra que se nos hace nos obliga a mirarnos mejor, y a auscultar nuestras debilidades e insuficiencias. Pero no será posible que comprendamos a cabalidad lo que pasa en nuestras ciudades, sin entender lo que sucede en el mundo, y la peculiar relación de nuestro país con los centros mundiales de poder. Para entender el 11 de julio, habrá que hablar primero de otras muchas cosas sin relación aparente. Habrá que mencionar una circunstancia histórica determinante: Cuba instauraba su República en Armas, machete en mano, y daba el impulso definitivo a la conformación de su nación, en el instante en que a 90 millas de sus costas, nacía y se desarrollaba el imperialismo. La radicalidad del pensamiento de Martí y la de Fidel responden, como explicaba el primero en su última carta, a ese hecho. El obstáculo externo que enfrenta la independencia cubana no se reduce a la confrontación de intereses con uno o dos o muchos gobiernos norteamericanos; quiero decir, no se trata solo de un conflicto bilateral entre el gobierno estadounidense y el gobierno cubano, aún cuando el principal obstáculo para nuestro desarrollo sea el extraterritorial bloqueo comercial, económico y financiero de los Estados Unidos. El enfrentamiento de base es con el capitalismo trasnacional —ese es el enemigo estructural—, porque el camino que elegimos es el de la soberanía nacional y la justicia social. No habrá paz. Es una guerra que no conoce normas éticas y en la cual no existen comportamientos o soluciones de convivencia que no se sustenten en la fuerza o la conveniencia.
Nunca antes el bloqueo ha sido, de una manera tan directa y palpable, responsable de la muerte de ciudadanos cubanos. Antes, parecían ser solo números, sumatorias de pérdidas “abstractas” que unos presentaban y otros negaban con cinismo. La muerte, desde luego, se tragaba a incautos balseros en alta mar, o a niños y adultos en los hospitales, carentes de los medicamentos necesarios. Pero esos muertos parecían ser el resultado de decisiones personales o de enfermedades incurables. La pandemia de COVID-19, al elevar el número de contagios y de muertes, extenderse en el tiempo y tocar con su impredecible dedo a cualquier vecino o familiar, incrementa el miedo y la frustración —que es acrecentado por los errores humanos, por el cansancio de hombres y mujeres que trabajan día y noche por salvar vidas en los hospitales y fuera de ellos o, ¿quién lo duda?, por el atolondramiento burocrático— , sobre todo ante la insuficiencia de respiradores artificiales, de balones de oxígeno, de camas o de antígenos.
El bloqueo se ha endurecido, y obstaculiza la adquisición de medios e insumos, de materias primas para la fabricación de medicamentos, de cada dólar que pueda contribuir a solventar las necesidades del pueblo, del petróleo necesario para la vida. La guerra es total. Los precarios recursos del país son redirigidos al sector de la salud (se fabrican respiradores, se crean y se producen vacunas y antígenos) y a la producción y compra de alimentos. Pero la prensa trasnacional y sus pequeños satélites culpan al gobierno de ser ineficiente. La disputa no es por la verdad, es por el poder. La existencia de reclamos en el sector poblacional más afectado por el estrangulamiento económico (pandemia + recrudecido bloqueo), podría asumirse como natural, y aunque es un resultado planificado por los hostigadores, la irrupción de protestas no es la consecuencia lineal de esas condiciones. La pandemia y las crecientes y sostenidas dificultades materiales han generado también un espontáneo movimiento de solidaridad ciudadana, que se tradujo, por ejemplo, en el arribo a la ciudad de Matanzas, cuando esta era el epicentro de la enfermedad y parecía definitivamente colapsada, de cientos de voluntarios de todas las provincias: estudiantes, profesionales, artistas, cuentapropistas.
¿Podría un país pequeño y de recursos limitados en rebeldía (es decir, en guerra con la dominación trasnacional) acceder a una prosperidad material? Creo que sí, pero es imprescindible definir el concepto de prosperidad desde la cultura socialista. No puede olvidarse que la cultura hegemónica en el mundo es la capitalista, y que la que llamamos socialista es apenas una contracultura sin una inserción económica estable en el mercado global. Alemania del Este estaba obligada a competir en bienes de consumo con el Oeste, y a pesar de que el nivel de vida de los alemanes orientales era muy alto —no solo con respecto a los países de economía más débil—, fracasó en el empeño; el consumismo (un término muy diferente al de consumo) resultado de una relación en esencia capitalista entre los seres humanos y los objetos, necesario tanto para el crecimiento económico de ese sistema como para la reproducción de sus valores, acabó imponiendo sus normas inalcanzables y contradictorias para el socialismo. La prosperidad en términos miamenses no solo es inalcanzable en el contexto de una guerra de intereses trasnacionales, también es indeseable para el proyecto nacional de Cuba.
Hace décadas que el capitalismo trasnacional —cuya cabeza visible son los Estados Unidos—, trabaja en el desmontaje de la unidad (consenso) de la Revolución. Se me dirá con razón que la propia realidad resultante del llamado Período Especial reabrió y estimuló las desigualdades latentes en la sociedad cubana y que la estrepitosa caída del llamado campo socialista desestructuró el discurso y desdibujó el horizonte. Fidel era consciente de ello, y en la segunda mitad de los años noventa del siglo pasado lanzó dos cruzadas en apariencia ajenas una de la otra, pero enlazadas, que más allá de la teoría resituaban a la ideología de la Revolución en su verdadero centro: de los humildes, por los humildes, para los humildes. Me refiero a la Batalla de Ideas en lo interno (el rescate, protagonizado por los jóvenes, de los más desfavorecidos por circunstancias biográficas y sociales) y al internacionalismo médico cubano, una tradición de la Revolución que era retomada en las nuevas condiciones. La Batalla de Ideas no rescataba a los jóvenes ofreciéndoles mejoras materiales, sino dotando sus vidas de sentido, haciéndolos saltar desde los márgenes de la sociedad al protagonismo social.
En cuanto al internacionalismo médico, me atrevo a decir que sus efectos estaban concebidos más hacia adentro que hacia afuera, aunque en última instancia la solidaridad revolucionaria, socialista, no concibe fronteras. Su sentido era más ideológico que económico. Las dos retomaban la práctica de la solidaridad, que es el corazón del socialismo en su largo y permanente proceso de conquista de la justicia total. Ambos programas buscaban reciclar desde el protagonismo juvenil, la vocación revolucionaria. Entre los años 1999 y 2000, en pleno tránsito de siglos, conviví con los médicos y enfermeros cubanos del Programa Integral de Salud en Centroamérica; los internacionalistas percibían apenas 50 dólares mensuales y eran ubicados en las zonas más apartadas de cada país, sin mayores comodidades. La misión era asumida con orgullo. En los últimos años, el Contingente “Henry Reeve” ha relanzado ese espíritu quijotesco, nunca desaparecido en las múltiples misiones dispersas en el mundo, pero no siempre asumido de la misma manera por todos sus integrantes. Desde la primera gran misión en Paquistán, pasando por el heroico combate al ébola en África Occidental, pero sobre todo, por su magnitud y significado, en estos casi dos años de pandemia, el Contingente encarna el sentido revitalizador de la ideología revolucionaria concebido por Fidel.
El imperialismo necesitaba diluir la ideología de la Revolución —sobre todo, después de la desaparición física de Fidel—, que en el caso cubano es el nudo que sella la unidad. En la segunda mitad de los años noventa del siglo pasado intentó fracturar y desacreditar los nexos del marxismo con la tradición cubana de pensamiento, en especial con el legado martiano. Pero en el nuevo siglo se concentró en el ataque frontal al comunismo. “Hay ideología allí, y solo allí —asumo la interpretación del filósofo cubano Rubén Zardoya—, donde se ponen en juego los ideales sociales, donde se producen, circulan y se consumen ideales sociales”.
Cito dos esfuerzos paradigmáticos de la estrategia imperialista: a) revertir el impacto ideológico del internacionalismo médico cubano convirtiéndolo mediáticamente en una mera transacción comercial, en la que el trabajador de la salud dejaba de ser héroe para ser “esclavo”. Es decir, anular su excepcionalidad de hombre-mujer nuevo, dispuesto a salvar vidas a riesgo de la propia sin un interés de lucro, para insertarlo en el mundo de la compra-venta e igualarlo, con pérdidas materiales, al resto de sus colegas del mundo. No se trata solo de impedir nuestras posibles ganancias económicas, entiéndase: para el enemigo es más importante que parezca que todo se trata de pérdidas y ganancias; b) desvalorizar el deporte revolucionario y oponerlo al profesionalismo —en el que algunos de nuestros deportistas pueden hacerse millonarios—, convencernos de que este es superior y que fue un error habernos alejado de él y sobre todo, de que los triunfos deportivos cubanos, en la burbuja amateur, eran una ilusión propagandística del gobierno revolucionario. En ambos casos —más en el segundo que en el primero—, esas campañas enemigas encontraron defensores ingenuos o malignos en el seno de nuestra sociedad. Ha sido muy positiva en mi opinión la movilización de los brigadistas cubanos del Contingente “Henry Reeve” hacia el interior del país, porque rompe con el falso concepto de que existen dos solidaridades, la externa y la interna.
La intención de desideologizar a la juventud cubana, que como he dicho en otras ocasiones, no es más que una reideologización en sentido inverso, discurre en los circuitos intelectuales por tres caminos:
1. La reactivación de las líneas ideológicas que precedieron a la unidad de los revolucionarios cubanos, superadas o congeladas por la victoria de la unidad fidelista, tanto de las corrientes derrotadas (por ejemplo, el anticomunismo), como de aquellas que se integraron a la nueva visión, cualitativamente diferente a todas. En este sentido, se ensalza el período de intensa lucha ideológica que precedió a la conformación de esa unidad, como un momento de máxima creatividad. Léase como demostración de la falsedad de esa tesis, el aleccionador libro La historia en un sobre amarillo. El cine en Cuba (1948–1964) de Iván Giroud, publicado de forma reciente por el Icaic;
2. La interpretación del diálogo o de la unidad como el lugar de convergencia de todas las ideologías, sin la preeminencia de ninguna. Se argumenta que la diversidad actual de la sociedad cubana exige la aceptación de todas las corrientes ideológicas, así como del multipartidismo. Recordemos que, de cuántas ideologías existen, solo la que parte del marxismo es radicalmente anticapitalista. En este punto los ataques se centran en el Partido Comunista —objeto de una permanente demonización— que constitucionalmente rige los destinos de la Patria. Es necesario comprender el contexto regional, donde los esfuerzos de construcción de caminos anticapitalistas se sustentan más en concertaciones políticas ideológicamente diversas, que en una construcción ideológica unitaria como la cubana. Ello debido fundamentalmente al hecho de que esas experiencias regionales surgen de elecciones burguesas, multipartidistas, y de que, a pesar de las medidas revolucionarias, siguen siendo democracias burguesas, al menos de manera formal. No puede desconocerse tampoco el hecho de que muchos teóricos y antiguos militantes perdieron la fe y han renunciado en los hechos a la superación del capitalismo, aunque su discurso siga apelando al anticapitalismo;
3. La negación de lo ideológico. La ideología como dogma a superar, como un obstáculo o rémora del pasado que impide la aceptación de soluciones pragmáticas. El pueblo no necesita «discursos», sino comida, dicen, como si las formas de producción y distribución de alimentos, en cualquier país y momento histórico, no respondieran a determinados modelos de sociedad. Como si las ideas, los ideales (las metas, los horizontes) no se articularan en palabras; como si la ideología revolucionaria pudiese existir solo en palabras, de espaldas a la práctica.
La estrategia enemiga es clara: desdibujar el acto revolucionario vaciándolo de contenido, para confundir a la juventud desmovilizada. Puños en alto, huelgas de hambre (o simulacros de ellas), “madres” pagadas vestidas de blanco como las dignas Abuelas de la Plaza de Mayo, consignas recicladas. Traigo un ejemplo reciente: un grupo de mujeres enjoyadas, reunidas en una calle de Miami, porta carteles de apoyo a la candidata presidencial de la derecha peruana, y corea «peruanos unidos, jamás serán vencidos». Comparan al inexistente Movimiento de San Isidro (cuyos representantes alaban al imperialismo), con el poderoso Black Lives Matter (antisistema), pero este, sabiamente, no cae en la trampa; y a los que ultrajan los símbolos nacionales en Cuba y piden la invasión de su Patria por el ejército de los Estados Unidos, con los que desacralizaban la bandera y el himno del imperialismo estadounidense para protestar contra la invasión a Vietnam o más reciente, contra el asesinato de afroamericanos por la policía.
La contraofensiva imperial acusa ahora a los líderes de la izquierda de fraude y corrupción —lo que de manera habitual sucede con los líderes de la derecha—, sometiéndolos a juicios donde la verdad y la mentira se solapan. Mienten a conciencia cuando hablan de desaparecidos en Cuba. Enrolan a incautos, a personas buenas e ignorantes, cuando piden que cese la represión en el país (¡no en Colombia, no en Chile, no en los Estados Unidos!). La izquierda y la derecha son presentadas como lo mismo. Nos han dicho, con inusitado cinismo, que vivimos en la era de la posverdad. Un joven contrarrevolucionario, ante las evidencias incontestables de que su lidercillo simulaba la huelga de hambre (mientras la Unión Europea y los Estados Unidos clamaban por su vida), ripostó: “no me importa que sea mentira, seguiré diciendo que es verdad”. El 11 de julio, en Cárdenas, una muchacha que participaba en la manifestación contrarrevolucionaria respondía a un funcionario del Partido sobre si recibía o no dinero por ello: “Sí, ¿y qué? A ti también te pagan”.
Sobre el uso cada vez más intenso y coordinado de las nuevas tecnologías para la penetración cultural, la conformación de estados de opinión, de consensos contrarrevolucionarios, la invención de realidades y la propagación de mentiras elaboradas de forma consciente, la convocatoria y la conducción de los manifestantes por parte del imperialismo, se ha escrito bastante en estos días. El estudio de lo ocurrido antes, durante y después del 11 de julio, es revelador. Prefiero, no obstante, dejar a otros este importante tópico que apunta sobre todo a las formas empleadas en el combate, para insistir en sus contenidos.
¿Cuáles son los reclamos? ¿A qué se refieren con ese término? Escuché algunas consignas abstractas como “libertad”, o como “Patria y vida” (que en realidad es solo la primera parte de la consigna “Patria o Muerte”, si se atiende al hecho de que después de Patria no hay una “y” sino una “o”), algunas ofensas groseras al Gobierno y a los gobernantes cubanos, pero no reclamos. Pude escuchar también y seguir los del grupo que se concentró frente al Ministerio de Cultura el pasado 27 de noviembre —no todos eran artistas—, cuyo liderazgo fue acaparado de forma rápida por figuras de reconocidos vínculos con entidades oficiales o paraoficiales del gobierno estadounidense. En este caso, con un poco más de elaboración, emergía la añorada reideologización envuelta en reclamos de carácter liberal-burgués, uno de ellos en verdad inusitado (que jamás el capitalismo ha practicado contra sí): que se permita, sin interferencias, el derrocamiento del modelo socialista. Tanto fue así, que los que pidieron un diálogo, huyeron de él cuando fueron convocados. Insisto en esto, para los que subestiman la necesaria defensa de la ideología revolucionaria; en los últimos años se debilitó la capacidad movilizativa del país mientras se aplicaban políticas que priorizan la iniciativa individual, y la ideología liberal avanzó en algunos sectores de la sociedad. Los llamados reclamos en estos grupos están marcados por esa ideología. Es ridículo hablar de empoderamiento popular, si en los verdaderamente afectados por la pobreza, el bloqueo y la pandemia, no se manifiesta una conciencia de clase. Aceptamos el diálogo en los marcos de la Constitución socialista (partido dirigente, ideología martiana, marxista, leninista y fidelista), que fue votada por una abrumadora mayoría de cubanos. A nadie se someterá para ello a exámenes ideológicos.
La ideología revolucionaria no puede entenderse como discurso, y jamás podría esconderse en la abstracción. Si la estrategia imperialista es vaciar de contenido las consignas y los símbolos revolucionarios, la nuestra es proteger y hacer crecer esos contenidos. Y aquí sí nos corresponde mirarnos por dentro, rescatar la mirada fidelista que construya un horizonte de prosperidad diferente al de los explotadores. Ese horizonte tiene que ser ambicioso, mientras más pequeño, más viciada serán las aguas, y los remeros dejarán de cumplir con su función: nuestra meta es la justicia total, aunque sepamos que es una utopía solo en parte realizable. Si ese horizonte no se asume como sueño colectivo, cada uno trazará su propia ruta, se acomodará a sus propias expectativas, se ocupará de sí mismo. Para ello es preciso construir y reconstruir consensos, una y otra vez, porque la realidad teje espontáneamente los suyos, y la maquinaria reproductora del imaginario burgués la envuelve en celofán. Los revolucionarios no administramos consensos hechos, construimos los nuestros. Rescatar y rescatar a los más desprotegidos, era la consigna de la Batalla de Ideas, y habrá que reintentarlo sin concesiones.
En una entrevista que me hicieran en 2017, a propósito de la crítica al centrismo, me preguntaron si los Lineamientos Económicos y Sociales del Partido, entonces recién aprobados, eran centristas. La pregunta recogía una de las confusiones más extendidas de los últimos veinte años. Respondí que la condición de cualquier programa político la determinaba su sentido: en este caso, la apertura de un camino de desarrollo para el socialismo anticapitalista en condiciones excepcionales —un solo país, pequeño y pobre, frente al imperialismo estadounidense y mundial—, y ese objetivo nos serviría de brújula para los ajustes necesarios. La brújula no es la letra de un manual o de cualquier otro texto aprobado en un congreso; la brújula, como siempre dijo Fidel y ha repetido Raúl, es el pueblo. “Estrechamente vinculada con estos conceptos de alcance estratégico, verdaderamente estratégico para el presente y el futuro de la Patria —confirmaba Raúl en Santiago de Cuba, el primero de enero de 2014—, está la frase pronunciada por Fidel aquí, casi a esta misma hora, desde ese balcón exactamente, hace hoy 55 años, con la que, por su eterna vigencia deseo concluir mis palabras, cito: «La Revolución llega al triunfo sin compromisos con nadie en absoluto, sino con el pueblo, que es al único que le debe sus victorias». Cincuenta y cinco años después, en el propio lugar, podemos repetir con orgullo: ¡La Revolución sigue igual, sin compromisos con nadie en absoluto, solo con el pueblo!”. Desde luego, no se trata de hacer todo lo que “la gente” dice o piensa (ya sabemos cómo se construyen en el mundo los estados de opinión, cómo repetimos opiniones prefabricadas como si fueran nuestras), que por lo general es lo que un grupito dice que “la gente” dice. Estar con el pueblo es ser parte de él.
La esencia de un Gobierno revolucionario no se define en el arte de la gobernabilidad. Ello es un requisito, pero no el resultado de medidas de equilibrio que responden a coyunturas específicas. No hay que olvidar que bordeamos un precipicio, por un camino estrecho —en tanto no es posible atravesar la montaña—, y que todo “colabora” para hacernos caer: el viento natural y un ejército pagado de sopladores de viento. Nada garantiza que no nos despeñemos, solo la fuerza colectiva de nuestro pueblo y la plena identificación con los humildes puede impedirlo. Es el camino que debemos transitar. El crecimiento económico por sí mismo no define el triunfo final de ese recorrido. Hay que movilizar a las masas, dar protagonismo a los jóvenes, redimir en actos la ideología de la Revolución. Lo sucedido el 11 de julio en Cuba no contiene un “punto de giro” en la práctica política nacional, como desean los que no pueden ya distanciarse del concepto burgués-liberal de democracia, pero puede ser, más allá de su evidente planificación y monitoreo desde Washington, un golpe de brújula, que nos recuerda hacia dónde hay que mirar. Creo que hay conciencia de ello, y por eso, ahora, somos más fuertes.
Tomado de Cubainformacion.tv