Creo que en estos textos ya he citado alguna vez la máxima, atribuida a Žižek pero de Mark Fisher, de que hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pueden invadirnos los extraterrestres, podemos mutar en zombis, sucumbir a un invierno nuclear, padecer un apocalipsis climático o una rebelión heideggeriana de las máquinas; pero el capitalismo seguirá incólume como si fuera más humano que nuestros cromosomas. Quizá por eso ha levantado tanto escándalo el sexto capítulo de The last of us (no la he terminado y dejaré mi opinión, posiblemente, para otro mes), en el que un personaje habla con toda tranquilidad de que viven en una comuna y que, en consecuencia, son comunistas -para estupor de otro personaje que era comunista y no lo sabía. Y es que parece, y esto es un avance ideológico, que ahora es posible pensar el final del capitalismo, aunque sea mediado por el fin del mundo y no por la acción política de las masas.

The last of us ha captado más la atención, aventuro, por su presencia mediática y factura estadounidense; sin embargo, la proliferación de comunas postapocalípticas surtía ya algunas de las series -europeas- sobre el tema. La española Apagón culmina su último capítulo con el establecimiento de una comuna agraria intercultural que opta por un alejamiento de la sociedad: el protagonista, toda vez recuperada la comunicación, decide enterrar el móvil e irse a cavar. O la francesa Colapso que, en uno de sus capítulos, muestra la tensión entre la reorganización comunal de una pequeña sociedad y la desconfianza de unos recién llegados que son incapaces de comprender la mera existencia de la fraternidad humana. The last of us, es cierto, elabora un poco más el funcionamiento de una sociedad comunista en un horizonte de escasez, que es el que se plantea en estas series: propiedad socializada, organización política mediante consejos y persistencia de la división técnica del trabajo.

Sin entrar en la validez teórica, solo pretendo una descripción de los elementos ideológicos, tres son los elementos distintivos de estas nuevas comunas postapocalípticas. En primer lugar, la comuna no es un espacio de abundancia en el que las necesidades están cubiertas y entramos en el reino de la libertad, sino un espacio de gestión colectiva de la escasez. Dicho de otro modo, la comuna es el mejor instrumento para gestionar el reino de la necesidad -aquel del que, decía Marx, comenzaba su fin con la reducción de la jornada laboral-.

De esta premisa fundamental se derivan dos cuestiones ideológicamente muy interesantes: la primera es que la organización política de la comuna es fundamental. En The last of us, la comunista consciente explica que no hay un poder centralizado sino un consejo de 300 personas -no lo dice, pero está implícito-, lo que comporta un predominio del poder legislativo sobre el ejecutivo (muy en la línea de la consigna de “todo el poder a los soviets”). Por otro lado, el hecho de que el comunismo se dé en situación de escasez obliga al mantenimiento de la división técnica del trabajo. En estas comunas apocalípticas el trabajo no se libera completamente del reino de la necesidad, aunque sí de la explotación; la diferenciación técnica pervive en cuanto la insuficiencia o el peligro persisten. Alguien debe hacer guardia, alguien debe preparar la comida, cultivar, enseñar, etc. De lo que no se habla en estas series es de cómo evitar que la división técnica del trabajo derive en división social del trabajo. A mi se me ocurre, como proponían Lukács y Agnes Heller, comenzar por la reducción de la jornada laboral.

Ojalá no haya que esperar al apocalipsis.

Jesús Ruiz

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