La victoria electoral de Donald Trump en noviembre pasado ha modificado sustancialmente las prioridades y objetivos del imperialismo y por tanto, las relaciones geopolíticas de Estados Unidos como hegemón, dejando al descubierto las contradicciones y debilidades de la Unión Europea.

Aunque las posibilidades de una victoria republicana eran evidentes, la Comisión Europea apostó por la continuidad de sus políticas. Esta muestra de fidelidad respecto a la facción globalista y neoliberal del imperialismo estadounidense, que representaba Joe Biden y Kamala Harris, se debe a cuestiones mucho más profundas que los meros enunciados ideológicos sobre los que se ha asentado Europa en los últimos tiempos.

El sueño de un proyecto imperialista propio hace tiempo que fracasó para Europa y causal o consecuentemente, todas sus estructuras institucionales, políticas, económicas y militares, fueron infiltradas por intereses monopolísticos transnacionales, cuyo epicentro siempre estuvo alejado del viejo continente. Esto ha venido marcando el camino de las decisiones políticas y ¿soberanas? de Europa, incluyendo su belicismo hacia Rusia.

Desde su llegada al poder, Trump ha desplegado una serie de medidas reaccionarias y agresivas que ponen de manifiesto la profundización de la crisis general del capitalismo. El giro hacia un nacionalismo económico cada vez más despiadado es la expresión ideológica de esta facción imperialista con hambre de “vendetta”. En su vocación está el aumentar los niveles de violencia contra los pueblos y la clase obrera internacional. La expulsión masiva de inmigrantes y el trato denigrante hacia las minorías, la imposición de aranceles a países como México, Canadá y China, y la promesa de expandir sus intereses económicos mediante la conquista de territorios estratégicos, son solo algunas de las acciones que han marcado sus primeras semanas en el poder.

Estas medidas, rompen los consensos “de facto” y “de iure” sobre los que se asentaron las relaciones internacionales en las últimas décadas y evidencian que las viejas estructuras de dominio, tanto internas, como de orden internacional, no valen a los nuevos amos de Occidente y que necesita dinamitarlas para volver a configurarlas con otras variables (Organización Mundial de la Salud, Acuerdos de París contra el cambio Climático, denuncia acuerdos OCDE. Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, retirada de financiación a La Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos, desmantelamiento de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, etc.).

Para la UE, que ha sido principal súbdito político-comercial y aliado, según los estándares de la política internacional de Estados Unidos, representa un desafío de enormes proporciones. Trump ha amenazado con frenar inversiones, imponer barreras comerciales a los productos europeos y cuestionar la continuidad de la OTAN, tal y como la entendemos, pilar fundamental de la alianza transatlántica desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Estas amenazas colocan a Europa en una posición delicada, obligándola a replantear su papel en el tablero internacional.

Las negociaciones entre Rusia y EEUU, bajo el desprecio explícito hacia Europa y Ucrania, son un baño de realidad sobre el peso europeo en el tablero internacional. La nueva administración de Washington pretende asegurarse el control de los recursos y la rentabilidad de sus esfuerzos de guerra, ninguneando a la Europa de los 124.000 millones de euros en ayuda y los 200.000 refugiados acogidos.

Frente a esta encrucijada, las instituciones comunitarias tienen dos opciones: continuar la sumisión histórica a los dictados americanos, ahora bajo otros condicionantes e intereses o asumir un papel más autónomo y decidido en la defensa de sus obsoletos intereses imperialistas. Este segundo camino que se puede manifestar por un recíproco proteccionismo, unos presupuestos de guerra propios y la redefinición de las relaciones globales, tropieza con la realidad de la voladura de los Nord Stream, tanto física como simbólica.

La administración Trump ha encontrado en el fascismo europeo (Meloni en Italia, Orban en Hungría, Abascal en España, Le Pen en Francia, Alice Weidel en Alemania…) el Caballo de Troya perfecto para cincelar una visión del mundo europeo a su imagen y semejanza. Poco a poco, la extrema derecha, irá desplazando a los viejos partidos (socialdemócratas, demócrata-cristianos) que legitimaron el irrealizable proyecto europeista, o tendrán (como ya hacen en muchos aspectos) que adaptar sus idearios a los nuevos tiempos. De igual forma, todo el mega-entramado económico, afianzado gracias a la financiarización del capitalismo de última fase (Blackrock, Vanguard Group, State Street y Fidelity Investments … ), acabará mudando parte de sus inversiones hacia sectores más concordantes con las exigencias de los “nuevos” nacionalismos económicos. Ambos se necesitan mutuamente.

En cualquier caso, lo evidente es que los cambios actuales no son solo el resultado de las políticas de Trump o de unas supuestas rivalidades interimperialistas, sino la expresión de las contradicciones inherentes al propio sistema. Los acelerados procesos que tratan de decodificar el mundo hacia una nueva reconfiguración no son más que los agónicos coletazos de un capitalismo que está perdiendo los fundamentos de su razón de ser: una exigua tasa de ganancia que además es esquilmada por un parasitismo rentista capaz de suprimir mercados y anular la competencia.

En cualquiera de los supuestos, la clase obrera y la totalidad de capas populares, incluyendo sectores cada vez más amplios de la pequeña burguesía se verán empobrecidos y se tendrán que enfrentar a peores condiciones de vida que las actuales. Ese es el caldo de cultivo del fascismo, capaz de recoger los restos de la socialdemocracia europea.

Frente a este escenario, en el que la barbarie toca a la puerta. Cuando el imperialismo, tensa su capacidad de violentar económica, ecológica, militarmente a la humanidad y al planeta, hasta la extinción; la tarea de las revolucionarias, de los comunistas es no desistir y confrontar con la totalidad del imperialismo, sin distinción de partes y fortalecer la lucha de la clase obrera por la superación revolucionaria del capitalismo decadente. Por más cambios que operen y por más mutaciones que dé el capitalismo, sin nuestra fuerza de trabajo, no hay posibilidad de que la bestia capitalista siga engordando. Esa realidad asentada sobre la centralidad del trabajo, abandonada por el sindicalismo conciliador, es la que sigue garantizando nuestra superior fuerza y nuestra victoria futura.

Kike Parra

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