
El “bonapartismo” fue acuñado por Marx y Engels1 para describir el mecanismo de ascenso de un personaje mediocre al poder mediante un golpe de Estado y el apoyo de las masas sociales: Luis Napoleón Bonaparte (Napoleón III) el 2 de diciembre 18512 . El bonapartismo en el poder hoy en día solo puede ser el gobierno del capital financiero y digital, presente el 20 de enero 2025 en la investidura de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Allí, en la tribuna de las personalidades rindiéndole pleitesía al nuevo Bonaparte estaban Marc Zuckerberg, Elon Musk, Jeff Bezos, Tim Cook y toda la élite del capitalismo estadounidense.
Pero el que de verdad mueve los hilos del cambio político no está en esa foto. Él los recibió en su mansión de Washington el día antes en una fiesta con los billonarios del Silicon Valley, políticos y futuros ministros, con el vicepresidente J. D. Vance y el hijo de Trump. Como si él hubiera ganado las elecciones. Efectivamente, Peter Thiel había ganado su apuesta por Donald Trump y un gobierno bajo el mando del más radical turbo-capitalismo.
¿Quién es Peter Thiel? El hombre que creó junto con Elon Musk la plataforma de pago online PayPal (1999), que ganó mucho dinero con Facebook (2006) y fundó Palantir (2003). El mismo que financiaba con muchos millones la carrera política de J. D. Vance y que actúa según sus fuertes convicciones, tanto éticas como políticas: era antiwoke antes de que existiera la palabra woke, quería destruir el Estado antes de que Elon Musk se presentara con su motosierra regalada por Milei; es Peter Thiel quien afirma: “libertad y democracia son incompatibles”.
No fue nada casual o esporádico. Pronto empezó a construir una red de personas que congeniaran con él, que compartieran sus ideas antidemocráticas y autoritarias. Lo que hoy en día se conoce como la “PayPal-mafia” no son solo los que crearon la plataforma de pago, sino también antiguos amigos de la universidad, socios financieros, además de cristianos radicales y filósofos neofascistas como Nick Land y Curtis Yarvin (Ilustración Oscura)3 . Este último anticipó las ideas que Trump realiza con sus órdenes ejecutivos: el proyecto RAGE (Retire All Government Employees) lo llevó a cabo Elon Musk con DOGE. En 2018 Yarvin propuso deportar la población de Gaza y construir un resort turístico. ¿Recuerdan el video “What’s next?”, de Donald Trump en febrero de 2025?
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El código cultural del capitalismo y el adoctrinamiento de Occidente
El capitalismo no es solo un sistema económico, es un proyecto de civilización. Samir Amin lo deja brutalmente claro. El auge de la modernidad capitalista no solo transformó los mercados, sino que reconfiguró la cultura. Fabricó una visión del mundo en la que la codicia es racional, el individualismo es sagrado y Europa es el destino. No fue un efecto secundario. Fue una estrategia. Para dominar el mundo, el capital no solo necesitaba armas y barcos, sino también historias, símbolos, hábitos y ética. Necesitaba una cultura de conquista disfrazada de sentido común.
Amin apunta al andamiaje ideológico que el capitalismo construyó para sí mismo: el culto al individuo, el mito del progreso, la celebración de la racionalidad. Demuestra que estas no eran verdades eternas a la espera de ser descubiertas, sino inventos burgueses, forjados en los hornos de la clase capitalista emergente de Europa. El llamado “declive de la metafísica” no fue una liberación del dogma, sino la sustitución del absolutismo religioso por los dogmas seculares del beneficio, la productividad y la propiedad. El viejo sacerdote fue sustituido por el economista. El altar, por el banco.
Esta revolución cultural no fue neutral. Trajo consigo una antropología particular: el hombre como homo economicus, la sociedad como mercado, la libertad como elección del consumidor. Y detrás de todo esto estaba Europa, el sujeto autoproclamado de la civilización, que se presentaba a sí misma como la portadora natural de los valores modernos. El protestantismo, el racionalismo secular y el liberalismo fueron elevados como los estándares universales del desarrollo humano. ¿Y todos los demás? Seguían atrapados en la tradición, la emoción, el misticismo. Seguían esperando a que los sacaran a la luz.
El marxismo occidental, como muestra Amin, a menudo bebió del mismo pozo envenenado. A pesar de que atacaba al capitalismo económicamente, con frecuencia interiorizaba su cosmovisión cultural. Pensemos en cuántos marxistas rinden culto al altar de la historia europea, citando 1848, 1871 y 1917 como las únicas revoluciones que importaron, mientras tratan la Revolución Haitiana, la Rebelión Taiping, los zapatistas o la Conferencia de Bandung como notas al pie. Pensemos en cuántos siguen tratando la democracia liberal como una etapa natural, o el socialismo como una mejora técnica de la modernidad occidental, en lugar de una ruptura con su esencia.
La cuestión no es que el marxismo sea intrínsecamente eurocéntrico. Es que, en manos de intelectuales europeos que se negaban a romper con su entorno imperial, el marxismo a menudo se veía despojado de su fuerza, descolonizado solo de nombre. Amin no rechaza a Marx, lo purifica. Devuelve el materialismo histórico a sus raíces antiimperialistas. Nos recuerda que la cultura no es un telón de fondo de la lucha de clases, sino su terreno. El aula, la iglesia, el periódico, la familia, el museo... todos se convirtieron en campos de batalla para moldear al sujeto capitalista.
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Una reseña revolucionaria de Eurocentrismo: modernidad, religión y democracia, de Samir Amin. El eurocentrismo no es un defecto, es el software del capitalismo global. Samir Amin detona su núcleo ideológico, exponiendo cómo sirve al imperio, blanquea la historia e infecta incluso la tradición marxista. Esta revisión no es solo una crítica, es una insurgencia.
El imperio piensa en mapas, no en mitos
El eurocentrismo no es un sesgo. Es un sistema operativo. Una lógica planetaria de guerra, riqueza y supremacía blanca codificada en el lenguaje de la modernidad. Samir Amin no lo aborda como un malentendido cultural o un narcisismo euroamericano que olvidó revisar sus privilegios. Lo aborda como un revolucionario que examina la arquitectura del amo, rastreando cómo Occidente construyó su cosmovisión para justificar una estructura global de robo. Porque esto es lo que es el eurocentrismo: la cobertura ideológica para la conquista imperial. Es el mapa que dibuja el imperio para convencerse a sí mismo de que descubrió el mundo que robó.
Desde el principio, Amin nombra a su enemigo. No es Europa como continente ni los europeos como individuos, sino el sistema de pensamiento que coronó a Europa como sujeto de la historia mundial y relegó al resto de la humanidad a mero ruido de fondo. Este eurocentrismo no es solo académico. Es activo. Nos dice quién inventó la razón. Quién descubrió la democracia. Quién tiene cultura y quién solo tiene tradición. Quién merece la soberanía y quién debe ser educado con ataques con drones. Cada vez que un periodista occidental explica la pobreza de África citando el tribalismo en lugar del ajuste estructural, o un historiador trata 1492 como el amanecer de los tiempos, o un marxista occidental da lecciones al Sur Global sobre las etapas históricas, están haciendo el trabajo del eurocentrismo. A veces con chaquetas de tweed. A veces con chalecos antibalas.
La intervención central de Amin es destruir la ilusión de que la desigualdad del mundo tiene su origen en el atraso cultural. Él llama a esta mentira “culturalismo”: la idea de que Occidente se levantó porque era racional, inventivo, progresista, y que los demás se quedaron atrás porque eran estancados, místicos, irracionales. ¿Te suena familiar? Debería. Es la columna vertebral de todos los informes del FMI, todas las epopeyas históricas de Hollywood y todas las campañas de recaudación de fondos de las ONG liberales. El culturalismo es la forma en que el capitalismo elude su propia historia manchada de sangre. Sustituye la conquista por la competencia, el saqueo por el progreso. Y la izquierda occidental, como muestra Amin, ha repetido a menudo estos mitos, disfrazándolos de dialéctica, pero sin abandonar nunca el mapa.
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Guerra, sobreexplotación y autoritarismo. Estos son los ejes fundamentales de la agenda política de la oligarquía. Y son aplicados por los gobiernos de turno, sean los que sean, de una u otra tendencia, no importa su color, tan solo que dispongan de la legitimidad necesaria que el relato del poder les pueda proporcionar, es decir, que la narrativa del contexto facilite su objetivo final. Moderados, liberales, progresistas, conservadores, de extrema derecha, derecha antiinmigración, posfascistas, neofascistas o como se les quiera llamar, todos ellos aplicarán la agenda de violencia y represión con las que garantizar el poder oligárquico.
Desde hace más de una década, tras el último crack financiero, cuando se hace ya patente el carácter general de la crisis del capitalismo, el modelo entró en una fase de irreversible decadencia que solo puede enfrentar con más violencia y depredación, si cabe. Ha hecho falta adecuar la representación política y, más aún, la subjetividad dominante, para dar así cobertura a la guerra, el genocidio, la represión, la sobreexplotación, la liquidación de derechos y, naturalmente, sus necesarias consecuencias: la caída del nivel de vida, las crisis humanitarias y medioambientales, etc. Si tras el 2008 todo era reformular el capitalismo, durante la siguiente década, poco a poco, y no siempre con el mismo éxito, pero sí con mucha eficacia, hemos llegado, actualmente, al escenario deseado de extrema derechización de la política y fascistización sociológica. Finalmente, estamos instalados en un espectro más autoritario, funcional y disciplinado con los intereses del imperialismo occidental dominante.
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Lo que se acusa como narcoestado en contextos democráticos, populares y antimperialistas responde a una arquitectura de manipulación en la que el signo, el símbolo y la semiosis son utilizados para justificar desestabilización, intervención o aniquilación política
¿Qué se oculta tras el significante narcoestado? Desde los dispositivos del imperialismo mediático y sus maquinarias de guerra simbólica, que integran un arsenal de dominación, el epíteto de narcoestado ha sido resignificado, instrumentalizado. No se trata simplemente de una categoría que describe una forma de gobierno penetrado por circuitos de narcotráfico, sino que ha sido reconfigurada como arma semiótica estratégica.
Lo que se acusa como narcoestado en contextos democráticos, populares y antimperialistas responde a una arquitectura de manipulación en la que el signo, el símbolo y la semiosis son utilizados para justificar desestabilización, intervención o aniquilación política.
No se trata de negar la existencia del narcotráfico ni de ocultar sus vínculos con estructuras estatales. Se trata de no permitir que el imperialismo convierta ese fenómeno complejo en un arma de transferencia y ocultamiento de sí. No se puede enfrentar sólo con argumentos, sino con organización política, formación crítica y batalla simbólica.
Esa operación no nace de un análisis riguroso ni de una voluntad real de lucha contra el crimen trasnacional, sino de la dictadura geopolítica y comunicacional del imperio interesado en fabricar enemigos funcionales.
Es una categoría cuya performatividad no reside sólo en su contenido empírico, sino en su capacidad de operar efectos en la subjetividad pública:
- instalar la sospecha,
- deslegitimar gobiernos populares,
- justificar bloqueos económicos,
- promover sanciones internacionales
- y allanar el camino a golpes blandos, duros o híbridos.
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"No es hermoso morir, aunque sea por la libertad. No es hermoso, no os engañéis. Lo hermoso es vivir, vivir luchando y llevar la libertad como un relámpago en las manos. No queremos ser trigo bajo las botas de los generales. Queremos ser el pan que alimente la revolución." (Adaptación del poema "Los campos de batalla" de Nazim Hikmet)
La guerra actúa como catarsis sistémica. El capitalismo, en esta fase de crisis general, demuestra una total incapacidad estructural para recomponerse. En este contexto, ha activado definitivamente toda su potencialidad destructiva, poniendo así de manifiesto lo cercano del advenimiento de su fin como modo de producción social, al menos con carácter hegemónico.
El capitalismo fue alimentando desde su origen una contradicción ontológica: su impulso hacia la acumulación infinita choca contra los límites materiales de la tasa de ganancia. Cuanto más madura el capitalismo, mayores son las evidencias y los fenómenos que esa contradicción genera. En este sentido, históricamente, la guerra ha formado una terapia de shock restauradora de la rentabilidad.
La guerra reinventa el ciclo de acumulación. Lo hace por varias causas:
En primer lugar, purga el capital muerto. Lo hace como un incendio forestal que arrasa la masa y fertiliza el suelo. La destrucción bélica liquida capital constante (fundamentalmente fijo: edificios y otras instalaciones e infraestructuras, maquinaria...) Esto mitiga temporalmente la composición orgánica del capital, aliviando la presión sobre la tasa de ganancia. Reduciendo la magnitud del capital constante se recompone la relación sobre el variable, restaurando la rentabilidad.
Sobre las ruinas de la Europa de 1945 y bajo el Plan Marsall, se reconstruyó el capitalismo con tecnología moderna. Se inició a partir de aquí la "Edad de Oro" del capitalismo (1945-1973). La tasa de ganancia resucitó porque el capital sobreviviente, revalorizado desde la lógica del sistema, más escaso, más concentrado y actualizado, pudo explotar una fuerza laboral hambrienta y desesperada.
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Numerosos pensadores marxistas, desde Rosa Luxemburg en La acumulación del capital hasta Ernest Mandel, han explorado desde diferentes perspectivas el desarrollo de las contradicciones que podrían conducir a una crisis importante, con un consenso casi general en un punto: el capitalismo solo será reemplazado (al menos por una formación social no bárbara) si es derrocado por la acción del proletariado.
A la pregunta ¿existen límites al capitalismo que puedan conducir a una agonía más o menos lenta? Ya Ernest Mandel consideró el impacto potencial de la automatización: “La extensión de la automatización más allá de cierto límite conduce inevitablemente, primero, a una reducción del volumen total de valor producido y, luego, a una reducción del volumen de plusvalía realizada. Esto, a su vez, desencadena una cuádruple crisis de colapso”. Otro límite es lo que François Chesnais denominó la “barrera ecológica y climática infranqueable”: los dos límites o barreras absolutas que el capitalismo debería afrontar son, por lo tanto, la automatización y el medio ambiente.
Chesnais y Husson coinciden en anunciar una sociedad cada vez más bárbara si el capitalismo no es derrocado. La revolución tecnológica proporcionaría técnicas de control de la población y, por lo tanto, de mantenimiento del orden social.
Tom Thomas resume la tesis fundamental de su obra: el límite ya se ha alcanzado en gran medida y si el capitalismo se encuentra en una fase de “senilidad”, “es porque la producción de plusvalía tiende a estancarse, o incluso a retroceder, porque su fuente, esencialmente el trabajo obrero, ha terminado por agotarse, paradójicamente bajo el efecto mismo de los esfuerzos desplegados por los líderes capitalistas para aumentar esta producción”. Por lo tanto, el trabajo humano sigue siendo esencial por el momento en la producción capitalista (lo que, por supuesto, no justifica en absoluto la compresión salarial). Esto también demuestra la expansión global del trabajo asalariado industrial (básicamente ignorada por Thomas).
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Si no se transforma la base, la superestructura se burla. Gramsci, sin Marx, es un meme. Y la izquierda, sin Marx, es una marca sin producto.
La izquierda contemporánea anda recitando a Gramsci como si sus ideas fueran souvenirs de una revolución institucionalizada. «Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad» se repite como mantra en cafés universitarios, discursos de campaña, manuales de autoayuda progresista y más allá.
Mientras tanto, la extrema derecha toma notas, ordena sus cuadros, construye sentido común y gana elecciones. Más grave, aún el triunfo electoral de este lado sobreviene solo cuando la derecha deja «tierra arrasada».
A diferencia de la primera ola progresista, que supo irrumpir en tiempos de crisis con un proyecto político propio, hoy llegamos cuando no queda piedra sobre piedra, como parteras de lo que otros destruyeron. Y gobernar desde los escombros no es gobernar: es resistir con oxígeno prestado. Ganar por la negativa es condenar a cualquier proyecto político a la no sostenibilidad histórica.
Gramsci está de moda. Lo citan tanto los herederos de Laclau como los asesores de Vox, Javier Milei y Jair Bolsonaro. Pero mientras unos lo recitan como un relicario oxidado colgado del cuello de una retórica sin cuerpo, otros lo entienden como manual operativo. Lo convierten en estrategia: construcción hegemónica en tiempo real.
Nosotros, atrapados en la obsesión por las narrativas, hemos ido olvidando la materia, hemos ido olvidando a Marx. Nos hemos vuelto huérfanos del modo de producción, ciegos ante la arquitectura material que da forma a las subjetividades.
Porque sí, camaradas de Twitter y militantes del algoritmo: la subjetividad no flota en el aire, no nace en TikTok ni muere en X. La subjetividad se estructura en la relación social con la producción, con la distribución, con el reparto del tiempo, del suelo y del hambre.
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Marx dijo que: según se agudiza la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción existentes, esta contradicción adquiere una dimensión tal que lleva inexorablemente a la crisis revolucionaria. Quieran o no quieran los sujetos protagonistas del momento concreto. Dialéctica entre base material y superestructura. Eppur si muove.
El impresionante desarrollo de las fuerzas productivas, en la actual fase imperialista del capitalismo, es algo que está a la vista de cualquier observador. Permanentemente llegan nuevos avances de estas fuerzas productivas en todos los ámbitos.
Recientemente ha sido la IA la estrella de estos cambios. La IA ha entrado en el universo humano con una fuerza avasalladora, y está trastocando las condiciones de vida. También, cómo no, está trastocando determinados espacios de acumulación capitalista, haciendo colapsar viejos mecanismos de reproducción ampliada del capital. Ejemplo: Google tiene graves problemas con las producciones de la IA, que están afectando a sus ganancias. ¿Qué es IA, y que es humano? También los tiene el profesorado con los ejercicios de su alumnado.
Particularmente las tareas más mecánicas y rutinarias están hoy al alcance de nuevas máquinas y sistemas con implementación de la IA, que hacen prescindible el uso directo de la fuerza de trabajo en ellas. Robótica+IA.
Esto es como un puñetazo en la mesa, que descoloca todos los objetos dispuestos sobre ella.
AVANCES Y CONTRADICCIONES
Estas fuerzas productivas en un modelo sociopolítico diferente jugarían una extraordinaria funcionalidad social. En manos del capitalismo su uso está condicionado de forma total por la propiedad privada, y la acumulación capitalista, la explotación y la guerra.
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