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Las protestas por el asesinato de George Floyd en EE.UU. y otros países han hecho visible un conflicto que tiende a pasar inadvertido: la guerra simbólica. Los manifestantes identificaron a enemigos de bronce o mármol, quietos, mansos en apariencia, y los han atacado con furia.
«Es una verdad incómoda que nuestra nación y ciudad deban gran parte de su riqueza a su papel en el comercio de esclavos», dijo el alcalde de Londres, Sadiq Khan, en medio del debate en torno a las acciones del movimiento antirracista contra íconos de la barbarie colonial.
El pasado 7 de junio, en Bristol, ciudad al sudoeste de Inglaterra, la estatua del traficante de esclavos Edward Colston fue derribada y arrojada al río Avon.
Representaciones de Robert Milligan y de Cecil Rhodes, colonizadores y esclavistas, fueron pintarrajeadas. «Hijo del esclavismo y del lucro colonialista», escribieron sobre la imagen de Robert Dundas, segundo vizconde de Melville, en Edimburgo.
En Londres, cerca del Parlamento, apareció la frase «era un racista» en la efigie de Winston Churchill, tan idealizado por su papel en la ii Guerra Mundial. Ya en Praga, sobre otro Churchill, habían escrito esa misma verdad incómoda.
Boris Johnson acusó a «extremistas violentos» de arremeter contra figuras encumbradas por el tiempo. «No podemos ahora tratar de editar o censurar nuestro pasado», dijo, «no podemos pretender tener una historia diferente».
La ministra del Interior británica, Priti Patel, dijo que estos actos de «vandalismo» son «una distracción de la causa por la que la gente realmente protesta». Montserrat Álvarez replica con toda razón: «lo cierto es exactamente lo contrario: esta es la toma de conciencia de los motivos históricos reales» del hecho.
En Bruselas, Leopoldo II, majestuoso, a caballo, en la plaza de Trône, amaneció con pintadas antirracistas: «blm» (Black Lives Matter: las vidas negras importan) y una denuncia: «Este hombre mató a 15 millones de personas», en alusión al genocidio en el llamado Congo belga. En Amberes y otras ciudades, Leopoldo ii fue pintado y humillado.
EE.UU. ha vuelto a dividirse, como si hubiera estallado una nueva Guerra de Secesión, esta vez en el campo simbólico.
Trump rechazó la iniciativa de renombrar bases militares bautizadas en honor a oficiales sureños que lucharon a sangre y fuego en defensa de la esclavitud.
Pero las estatuas de los generales Wickham (Richmond, Virginia) y Lee (Montgomery, Alabama), de Jefferson Davis, presidente de los Estados Confederados durante la Guerra de Secesión (Durham, Carolina del Norte) y del periodista y político racista Carmack (Nashville, Tennessee) fueron derribadas. En Portland, Oregon, cayó la imagen en bronce de Thomas Jefferson, quien firmó la Declaración de Independencia de ee. uu. y fue el tercer presidente de ese país. Escribieron encima: «esclavista» y «dueño de esclavos». Varias autoridades locales del Sur han propuesto retirar ciertos irritantes emblemas racistas.
Sobre Colón pesa el genocidio de los pueblos indígenas tras el supuesto «descubrimiento». Sus efigies rodaron por el suelo en la propia Richmond y en Saint Paul, Minnesota. Una fue decapitada en Boston, Massachussets. En Houston, Texas, amaneció otra con el rostro manchado de rojo. En Miami, Colón y Ponce de León, «descubridor» de la Florida, fueron marcados con lemas contra el racismo.
hbo Max retiró de su parrilla el filme de 1939 Lo que el viento se llevó, tan célebre y tan racista. Los estudios Paramount cancelaron el programa de televisión Cops, cuyos protagonistas eran policías estadounidenses.
La presidenta de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi, pidió la retirada de 11 estatuas de militares confederados del Capitolio.
Al propio tiempo, los grupos supremacistas blancos se movilizan para defender la bandera del Sur, sus ídolos, el machismo primitivo de sus héroes siempre armados.
Es digno de estudio todo este fenómeno. Se han destruido antes monumentos y símbolos en distintos países, asociados a determinadas coyunturas históricas; pero jamás, hasta ahora, se había visto un asalto al pasado a una escala tan amplia.
Se ha dicho que las estatuas llegan a hacerse invisibles con el tiempo; que la gente se habitúa a su presencia y deja de preguntarse por su significado. Pero los manifestantes antirracistas sí las vieron e interpretaron su mensaje. Una certeza les saltó a los ojos: el sistema capitalista actual está cimentado sobre siglos de colonialismo, discriminación, abusos y millones de muertos.
Comprendieron, como dice Umair Haque, que «los estadounidenses blancos de hoy son ricos porque sus antepasados esclavizaron a los negros, y así también hoy las naciones blancas son ricas porque sus antepasados conquistaron y esclavizaron un mundo».