Supongamos por un momento lo siguiente: una organización terrorista intercepta un lote de dispositivos electrónicos destinados a un país rico de Occidente. Puede ser Estados Unidos, puede ser Francia. Estos terroristas inyectan un explosivo líquido en los dispositivos que pueden hacer estallar remotamente en el lugar y la hora que estimen conveniente. Así lo hacen. El estallido simultáneo de estos provoca miles de heridos y muertos en ese país. Explotan cuando las personas están haciendo sus compras en mercados, manejando sus autos, jugando con sus hijos. El saldo preliminar es de miles de heridos, algunos en estado crítico y decenas de muertos, incluyendo niños. Los servicios de salud se colapsan por lo inesperado y brutal de la acción.
Un ataque de esta magnitud en Estados Unidos o Francia hubiera provocado, sin dudas, reuniones de emergencia del Consejo de Seguridad de la ONU, donde se exigirían, y sin dudas se aprobarían, sanciones, acciones militares o cualquier otro tipo de firme reacción contra esta organización terrorista. Las máximas autoridades de la ONU publicarían enérgicas condenas y los grandes medios cartelizados se llenarían de historias de las víctimas de ese horror colectivo e inesperado.
Ahora pongamos que el autor de esa brutal acción no es una organización, sino un estado criminal y genocida. Que los actores fueron sus servicios de inteligencia y sus fuerzas militares, ambos con un largo historial de crímenes a sus espaldas. ¿No debería este estado ser objeto del más firme repudio internacional? ¿No debería ser denunciado y castigado por actuar indiscriminadamente en contra de población civil indefensa? No, si es “Israel”.
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- Escrito por José Ernesto Nováez Guerrero
- Categoría: Actualidad*