Donald sueña sobre los petroleros iraníes, ordena balear niggers y arma otras crisis en Corea y el Líbano

La red, la tela de araña, y sus laberintos

Esa pequeña frase: Yo, Trump, Yo el Supremo, Yo, el Imperio… Yo, Yo, (…) repetitiva, está en el comienzo de todos mis sueños nocturnos de coca o de adormidera. Es el primer fotograma, lo que salta al comienzo llenando la pantalla. No sé como sueñan ustedes pero Yo lo hago en fotogramas separados o en pequeños vídeos muy confusos: como una bruma humana de personajes que interaccionan a destiempo. El fotograma es como la imagen de un pantallazo que me llena el cerebro. En colores o en negro. Negro de niggers y de terror ante el Covid 19. Con mayúsculas de suprema potestad, gestos imperiales y tembladera de supremacista blanco. A los niggers les he acosado por los dos lados, estrangulándolos entre la pandemia de virus y los asesinatos policiales. Con ambos métodos se quedan sin oxígeno. Así los quiero. Así o en la cárcel. Soy un hombre humanitario, hace pocos años los quemábamos y en la paz del Señor".

 

Cual detector de mentiras, el Covid-19 ha dejado en evidencia por lo menos dos fenómenos que se han venido sucediendo desde hace ya varios años: la decadencia del imperio estadounidense y el fracaso del capitalismo.

Decadencia del imperio estadounidense

A Trump le aprietan los zapatos, y cuán difícil es caminar en una situación como esa.

En Bristol, Reino Unido, la estatua del traficante de esclavos Edward Colston fue derribada y arrojada al río Avon.  Foto: tomada de Deutsche Welle

Las protestas por el asesinato de George Floyd en EE.UU. y otros países han hecho visible un conflicto que tiende a pasar inadvertido: la guerra simbólica. Los manifestantes identificaron a enemigos de bronce o mármol, quietos, mansos en apariencia, y los han atacado con furia. 

En octubre de 2011 Boi Ruiz i Garcia, entonces Conseller de Salut de la Generalitat de Catalunya, declaró: “no hay un derecho a la salud, porque ésta depende del código genético que tenga la persona, de sus antecedentes familiares y de sus hábitos, que es lo que sería el ecosistema de la persona”, en definitiva que “la salud depende de uno mismo, no del Estado”. Afirmaciones que no sólo carecen del más mínimo rigor científico sino que son frontalmente contrarias a las innumerables investigaciones e informes que sustentan el cuerpo teórico y metodológico de la Medicina Social, el Higienismo o la Salud Pública.

Cerramos la edición de junio con la tercera y última separata, desarrollando los siguientes temas.

 

Al igual que en otros órdenes de la organización social y económica, la política sanitaria se enfrenta a una permanente encrucijada entre dos concepciones fundamentales opuestas entre sí. Según una de ellas, sólo la empresarialización garantiza la tan cacareada “sostenibilidad” de los sistemas de salud. Sin embargo, frente a la manipulada idea de que la gestión privada aumenta la eficiencia económica del sistema sanitario (menores costes a igualdad de servicios prestados), la evidencia científica internacional demuestra que tales hospitales con ánimo de lucro resultan entre un 3% y un 11% más caros que los centros de gestión pública directa. La “sostenibilidad” y colaboración al final resulta que está en que lo público es nuestro dinero, y lo privado sus beneficios. Con el problema añadido de que cada uno de estos centros, adjudicado por décadas a fondos de capital riesgo, constructoras o bancos, va a tener un coste para las arcas públicas de hasta 7 veces el valor de la inversión.

Tras las protestas y los cambios cosméticos que pueda asimilar el sistema, ¿qué hacer con la lógica económica que lo conduce a seguir produciendo, sin parar un segundo, desigualdad y excrecencias?

La muerte del afroamericano George Floyd a manos del oficial de policía blanco Derek Chauvin figura ya, con todo derecho, entre los acontecimientos sociales y políticos de mayor alcance en el par de décadas que lleva este siglo XXI. Supongo que muy pocas personas –o casi ninguna, tal vez– hayan podido imaginar una ola de protestas comenzando en Estados Unidos, extendiéndose luego como la clásica imagen de la chispa que incendia la gasolinera (tan repetida en el imaginario hollywoodense), cruzando por encima del océano y repitiéndose entonces en decenas de ciudades de América Latina y Europa.

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